¡Ay, Ginés!
Unos ofrecen su voz y su careto y otros prefieren el anonimato. Pero todos ellos representan la conciencia del pueblo, esos ojos desengañados que todo lo ven y esos oídos temerosos que todo lo escuchan. Son los vecinos de Coslada. Repiten con énfasis que el pringue de las intocables fuerzas del orden era un secreto a voces, que todo el mundo sufría sus desmanes, que era cotidiana la amenaza de empapelamiento por parte de la mafia con chapa y pipa que dirigía el superprofesional Ginés Jiménez, ese amable señor que ofrecía generosas primicias a los encantados chicos de la prensa sobre las redadas de infames cacos.
En la cloaca marbellí que acaudillaba aquel ente siniestro llamado Jesús Gil, todo cristo estaba al loro y encantados de la vida. Qué curioso el mutismo de la enterada plebe ante el corrupto aquí y ahora y su posterior locuacidad y escándalo cuando los gánsteres son detenidos. Y admites que el miedo es muy humano, pero digo yo que entre tanto espíritu lúcido y resignado a lo mejor también había algunos que pillaban cacho del negocio de los villanos, extorsionados a los que convenía estar mudos porque su economía se multiplicaba a pesar del tributo que pagaban. ¡Ay, los guardianes de la Ley! ¿Cómo es eso de que la excepción es la regla? Que lo cuente el puterío más tirado, el que no es vocacional ni de lujo, las que curran en la dura calle o en los tugurios más sórdidos por estricta supervivencia o para pagar deudas infames, teniéndole que comer los ansiosos genitales a la sagrada autoridad después de soltarles la guita.
Qué enaltecedor que se destape una mínima porción de mierda en el país de los indultos, las prescripciones de delito, las fianzas grotescas para los canallas con medios y pedigrí. Que las almas cándidas se tranquilicen y aplaudan, que duerman como bebés en la certidumbre de que el Estado siempre acaba machacando a los malos con poder.
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