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Columna
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El Guadiana de la moral

No sé si corren malos tiempos para la libertad, si la mayoría de los españoles están ahora más preocupados que nunca por el orden moral y las costumbres, como parecería a la luz de la relativa aceptación de las propuestas de asegurar que la autoridad política vela por el mantenimiento de las buenas costumbres. Siguiendo esta tendencia, el consejero Rafael Blasco se ha apresurado a anunciar que los emigrantes deberán firmar un contrato de buenos comportamientos. Podemos pensar que se trata de un gesto simbólico que no tendrá consecuencias prácticas; para regular las conductas delictivas ya están las leyes que deben ser cumplidas por emigrantes y autóctonos o ¿la Generalitat está pensando en crear una policía especial para la vigilancia de la moral y las costumbres de los emigrantes?

Cuando la moral es objeto de debate político, las mujeres tenemos por qué preocuparnos

Pero no se trata solo de la moral de los emigrantes. En los últimos tiempos la derecha y los sectores conservadores de la sociedad han tenido interés en revivir el viejo debate sobre el orden y los valores morales. Sus dardos han ido contra determinadas leyes del Gobierno Zapatero: la reforma del divorcio y del matrimonio y contra el aborto. En estos momentos su objetivo es la educación para la ciudadanía, sobre la que ya hemos oído pronunciarse al presidente Camps: ciudadanía sí, pero en inglés, así la cosa se enreda mejor.

En su campaña contra la educación para la ciudadanía, la Iglesia -y el PP- están alentando a los padres católicos a que acudan a los tribunales para que amparen su pretensión de objetar la enseñanza de la asignatura a sus hijos. Se quejan de lo que suponen es una injerencia del Gobierno de Zapatero, que pretende adoctrinar a sus hijos. Pero a estos mismos padres no les preocuparía que otras autoridades -las iglesias, por ejemplo- educasen la moral de sus hijos, ni la de los hijos de los demás, sencillamente porque suponen que lo harán según su ideología. Tampoco les preocuparía que la religión fuera enseñada obligatoriamente a todos los niños en las escuelas públicas. Por último, estarían de acuerdo en que los sacerdotes se inmiscuyesen en cómo deben morir los enfermos terminales, como ha propuesto Esperanza Aguirre.

Estos políticos, que, por otro lado, se dicen liberales, parecen ahora más interesados que nunca en establecer normas para la vida y la muerte de las gentes. Pero, los mismos no parecen igualmente interesados, ni están inquietos, por los excesos que se cometen por dinero. Habría que recordar, sin embargo, que una cosa no va si la otra, la moral, es necesaria en la vida privada como en la pública y habrá que desear que los gobiernos la procuren en todos los casos. Como pensaban los viejos liberales, Adam Smith entre ellos. Es justo recordar, también, los mayores esfuerzos de la izquierda progresista -y los feminismos- a favor de los derechos y las libertades personales. Lo cual, por lo que se ve en estos días a propósito de la batalla legal contra la asignatura de la educación para la ciudadanía, dista mucho de ser un tema cerrado y acabado.

El Tribunal Superior de Justicia de Andalucía acaba de dictar una sentencia contra el decreto de la Junta que pretende regular la puesta en marcha de la controvertida materia. En ella se reconoce el derecho del Gobierno autónomo de legislar, como lo ha hecho, pero, a la vez, ha obligado a rectificar el texto en un punto: en el uso de la categoría género, que el tribunal ordena que se cambie por sexo. Se amparan en que la Constitución garantiza que no haya discriminación en razón de sexo, raza o religión, pero esto no incluye al género.

Siempre he dicho que esto del género traería complicaciones, no porque el vocablo no tenga sentido, que lo tiene, pero, en general resulta extraño para gentes que no siempre entienden bien el significado de género. Pero los jueces de la Audiencia de Sevilla han encontrado ahí su coartada. Según explican, el género es una teoría perversa del PSOE, que considera que la identidad no viene dada por el sexo biológico sino por el deseo y la voluntad de las personas que se sienten hombres o mujeres. Habrá que recordarles, sin embargo, que la teoría del género no es una maldad más de Zapatero o de Fernández de la Vega, es una seña de identidad del feminismo internacional, al que la Iglesia, y, menos aún, la derecha conservadora, parecen no querer atacar abiertamente. Mejor que sea así. Pero, sobre todo, habrá que explicar con claridad que decir sexo o género es lo mismo, el sexo biológico y el género cultural no son invariables ni inmutables, la naturaleza cambia y la biología también, guste o no a los obispos. Las feministas deberíamos aprender la lección y dejar de empeñarnos en la defensa numantina de conceptos que no siempre sirven para aclarar la realidad.

Cuando la moral sale a la luz y es objeto de debate político, las mujeres tenemos por qué preocuparnos. No creo que se pueda volver atrás en nuestros derechos y libertades personales, que hoy sirven incluso a los conservadores, que se casan por lo civil, se divorcian y usan anticonceptivos. Pero no podemos echar en saco roto los nuevos intentos de los conservadores que ponen en cuestión que se siga avanzando en el terreno de las libertades o que no haya mejor educación sexual y en los valores de la igualdad y del respeto entre los sexos y los extranjeros. Como se propone en los mejores manuales de la educación para la ciudadanía, que la derecha, con los presidentes Camps y Aguirre a la cabeza, vienen rechazando. El problema es mayor si, como parece, sus propuestas de mayor control tienen audiencia. Aunque solo sea porque en sus medios de comunicación, con Canal 9 en primera línea, los únicos argumentos y políticas que valen son los del partido en el Gobierno.

Pero parece que hay cada vez más gente que se inquieta por la mayor presencia de extranjeros o por las novedades que les exceden: los matrimonios homosexuales, las nuevas familias o las nuevas responsabilidades que se exigen a los hombres que son padres. La izquierda y el feminismo deberían preocuparse. El debate sobre el orden social y los valores no pueden quedar en manos de la derecha, cuya trayectoria histórica debería ser más aireada y conocida; la izquierda progresista tiene también su trayectoria y debería ampararse en ella, en la tradición más genuinamente liberal e ilustrada para reinventar la ética y los valores, que son necesarias para regir las nuevas relaciones entre las gentes; entre los hombres y las mujeres, los padres y los hijos y éstos con sus profesores y, así, de unos con otros. Por último, sería bueno que se procurara que todo esto se hiciera más desde la educación y los pactos sociales que desde las leyes reguladoras, como pretende el PP. La educación para la ciudadanía es una apuesta interesante en este sentido, pero que, lamentablemente, no parece que esté siendo suficientemente explicada por el Gobierno, ni está debidamente valorada por los sectores de la sociedad a los que más concierne.

Isabel Morant es profesora de Historia de la Universitat de València.

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