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Columna
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Compro, vendo, cambio

En el país del mileurismo y de las hipotecas vitalicias cuesta creer que tanta gente prefiera, como dicen las encuestas, trabajar menos aunque sea a cambio de dejar de ingresar. Bueno, todo sea por la conciliación familiar. Aunque también me malicio que para muchos la conciliación no consiste precisamente en derrochar el tiempo libre suplementario en la cocina, el súper o frente a la tabla de planchar.

Del mismo modo, los estudios aseguran que en España es donde más horas pasamos en el tajo, aunque a continuación matizan (advertencia perogrullesca) que estar no quiere decir trabajar, que presencia no es sinónimo de eficiencia. Y aquí es donde se despliega todo un abanico de posibilidades sobre el castizo modo de perderse, esa forma tan nuestra de tomarnos la justicia salarial por propia mano. Y no se crean, que no todo es almorzar interminablemente, resolver crucigramas o solitarios, hablar por teléfono durante horas, o leer la prensa deportiva (pobrecillos, los funcionarios de Defensa, privados del As on line). También hay quien, escaqueándose a la japonesa, practica todo lo contrario al mano sobre mano: gente sumamente productiva que no ha perdido la idiosincrasia aquella, tan de posguerra, del pluriempleo que ayuda a redondear el sueldo. Siempre que la empresa lo tolere, cosa que en la pública suele suceder con harta frecuencia.

Quizá ya no queden muchas oportunidades para ocupar las tardes llevando alguna contabilidad, como en los tiempos antiguos, y parece que es en la rama mercantil donde más se realizan estos emprendedores estajanovistas. A ver a quién no le ha ofrecido un compañero o compañera una garrafa de buen aceite o unos embutidos del pueblo, unas joyitas a precio regalado (se pueden pagar a plazos), unas toallas de Portugal o unas mantelerías que el camello textil nos enseña en los lavabos... He visto trapichear con teléfonos móviles liberados, jamones de Teruel con chorreras o envasados al vacío (también por sobres sueltos), lencería fina, vinos de cosechero, coches de alta gama traídos de Alemania... y hay hasta quien trafica con pisos. Otros montan en un rincón una especie de outlet procedente de la tienda de un amigo; y aquella ofrece cremas solares, productos de belleza y ropa de Canarias. En invierno, juguetes y turrón; y los viernes, salados. En cualquier esquina discreta se improvisa una paraeta con la artesanía hecha por los hijos, por no hablar de las papeletas para viajes de fin de curso.

También vienen de la calle. En cierto hospital, de vez en cuando, un senegalés se instala en el área pre quirúrgica con todo un cargamento de bolsos de imitación. Y parece que hace buenas ventas sin que nadie le moleste, para que luego digan que somos racistas.

Otra ventaja para este vendedor es que ya lleva un trecho adelantado en su proceso de aclimatación. Porque quizá esta del compro-vendo-cambio en el trabajo también sea considerada una de las costumbres patrias. Esas de las que los inmigrantes se tendrían que empapar si no se le hubieran parado los pies al Consell con su invento del carné de nuevos valencianos.

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