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Columna
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Europa y 'el otro Occidente'

El otro Occidente, como se ha llamado a Iberoamérica, está dejando de serlo, en tanto que el Occidente más genuino, Europa, se espesa, hasta parecerse cada vez más a sí mismo. Son dos placas tectónicas que se separan, a los dos siglos del nacimiento de la primera como conjunto de naciones independientes. Y dos procesos electorales, el referéndum de Santa Cruz, y las elecciones locales británicas, subrayan ese movimiento hacia fuera y hacia dentro de ambos bloques político-culturales.

En Bolivia, es la asonada de las fuerzas occidentalizantes la que llama, paradójicamente, la atención sobre la ruptura que el proyecto del presidente indígena, Evo Morales, supone con la representación clásica de América Latina. De un lado, La Paz propone la formación de un Estado binacional, pero unitario, donde la mayoría de la población, que es india o mestizada, ejercería por la fuerza democrática del número la gobernación del país; esa binacionalidad -o plurinacionalidad, porque el mundo indígena es múltiple- no se constituiría, sin embargo, como protección de los derechos de una minoría -la población blanco-criolla, concentrada en Santa Cruz y tres departamentos más del oriente- sino como expresión de un segundo ordenamiento jurídico basado en la legislación ancestral indígena, que vendría a superponerse, confundirse o imponerse -no se sabe bien- al sistema liberal democrático de tipo occidental. Y del otro, Santa Cruz contraataca con un secesionismo de facto, de estructura confederal, aunque reclame, de forma oportunista, su inspiración en el Estado español de las autonomías. Pero en esa consulta, en la que los separatistas barrieron el domingo, lo que en realidad se plantea es el mantenimiento en el poder de la exigua minoría blanca, al tiempo que se asegura el control de la riqueza energética, concentrada en las citadas provincias.

Europa necesita a Iberoamérica. Allí están sus alianzas naturales en un nuevo orden mundial

Y mientras América Latina se reconoce heterogénea, los insulares de Europa votan en clave cada vez más homogénea. El anterior premier, Tony Blair, debió echar sus cuentas del descalabro de la izquierda soviética para reinventar hace una docena de años el laborismo como un segundo partido tory, a lo sumo con remordimientos. Y hoy, sin apenas nada que distinga al New Labour del conservadurismo -ni siquiera, la UE- el elector comprueba que no es la ideología sino la personalidad del candidato y la coyuntura los que tutelan su voto. Y, así, la hosca personalidad y un par de pifias insignes del sucesor de Blair, Gordon Brown, han dado la mayor victoria conocida desde los años sesenta a los conservadores, con el consiguiente hundimiento laborista. Pero el resto de Europa ya estaba ahí. Silvio Berlusconi hacía otro tanto ante un candidato difuso y burocrático como el líder de la ex izquierda, Walter Veltroni; en Alemania ha tenido que nacer un partido, en este caso, sí, de izquierda, que dirige el socialdemócrata Lafontaine, no porque haya un Gobierno de coalición entre la CDU de Angela Merkel y el SPD, sino por lo plenamente verosímil que es esa coalición; en Francia, nadie sabe qué tiene el socialismo de Hollande y Ségolène que lo sitúe visiblemente a la izquierda del presidente Sarkozy, y en España, sólo el aznarismo ceñudo y la legislación moralizante de ZP -memoria histórica y matrimonio unisex- folclorean las diferencias.

Ambas consultas tienen un carácter marcadamente simbólico, y, por ello, aún más relevante. El referéndum no puede surtir efectos, no sólo porque el Gobierno con toda razón le niega validez, sino porque no hay medios para ponerlo en práctica, ya que tanto la recaudación tributaria como la explotación de los hidrocarburos funcionan sobre base nacional, y su desmantelamiento llevaría mucho tiempo y, quizás, una guerra, para su replanteamiento a escala departamental; pero lo que cuenta es cómo el occidente boliviano se enfrenta al proceso de indigenización. Y las locales británicas, además de registrar tradicionalmente bajos índices de votación, tampoco afectan al ejercicio del poder -ni siquiera en Londres, donde el rojo Livingstone ha sido significativamente derrotado por un dilettante-, sino que valen sólo como banderillas de fuego contra el poder; pero lo notable es cómo gana terreno la uniformización, incluso allí donde el euro-escepticismo es profesión de fe.

Los dos Occidentes se necesitan, sin embargo, hoy más que nunca; el latinoamericano al europeo para que éste contribuya a la formación de un policentrismo planetario, y el europeo al latinoamericano, primogénito de su expansión ultramarina, porque ahí están sus alianzas naturales en un nuevo orden mundial a varias bandas; aunque ese otro Occidente esté mudando la idea de sí mismo.

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