"¡Fuera indigentes!"
La plaza de Sant Agustí, en el barrio del Raval, ya no se reconoce. Hasta hace unas semanas era el lugar de encuentro de vagabundos que pasaban horas sentados en las bancas languideciendo entre un cartón de vino y otro. Una mañana la plaza amaneció vacía y sólo se observaban algunos indigentes que merodeaban como alma en pena buscando donde sosegar el peso de la vida, pero no encontraron las bancas, sólo los agujeros en el suelo como testimonio de su existencia, y entonces se marcharon a otro lugar. Los pocos que se quedaron tomaron la base de cemento del busto de Iscle Soler para aguantar el trasero andariego mientras empinan el vino Don Simón o la botella de Xibeca; por lo visto, el actor de teatro catalán sigue teniendo el público a sus pies.
Esa plaza, enmarcada por la iglesia de Sant Agustí, fue en los últimos años un imán de marginados que compartían el espacio con vecinos del barrio, peregrinos, comerciantes, policías, turistas, inmigrantes, transexuales, vendedores de artículos robados y de segunda mano, traficantes de droga y muchos personajes misteriosos que sólo en momentos fugaces hacían breves confesiones de su pasado, como El Coronel, un rumano perseguido en su país por crímenes de guerra y que alguna vez confesó a sus compañeros de banca haber matado a una aldea completa.
Después de oír misa, varias mujeres afligidas se quedaban en la plaza compartiendo sus calvarios, como La Vidente, una mujer mayor con aptitudes psíquicas quien dijo haber ayudado a la policía a esclarecer algún secuestro y no tenía mesura en describir lo mucho que le pesaba el día a día cuidando a su esposo inválido y recordando cuando trató de suicidarse y cómo llegó la ambulancia a salvarla en el último latido que daba su corazón.
Esas bancas fueron la antesala de la muerte para muchos, entre ellos un joven llamado Pablo, quien venía de una familia acomodada que vivía en Pedralbes y al separarse de su mujer no soportó el descalabro y se automarginó convirtiéndose en un indigente que solía tomar 14 litros de vino diarios. Acudió a la plaza durante año y medio hasta que murió a los 38 años de edad en la más pavorosa soledad.
La hora pico de vagabundos era al mediodía, cuando llegaban hambrientos al comedor de las Misioneras de la Caridad sobre la calle de Arc de Sant Agustí. Después regresaban a las bancas, y si estaban ocupadas por ropavejeros, se tiraban a dormir en el suelo mientras los turistas cruzaban con mapa en mano jalando sendas maletas para entrar al hotel Sant Agustí. También llegaban conocidos personajes del barrio, que aunque no dormían en la calle, vivían al límite de la marginalidad, entre ellos transexuales cuyas parejas les propinaban tales palizas que los habían mandado al hospital en distintas ocasiones y llegaban a la plaza con esos rostros desfigurados, no sólo por los golpes, sino por las muchas vidas que habían tenido que reinventarse, igual que la iglesia de Sant Agustí, construida a principios del siglo XVIII y quemada en dos ocasiones, cuya fachada a medio terminar se descubre tal cual rostro que no esconde el pasado de las guerras que le dieron maltrato.
Los únicos que no usaban las bancas eran los argelinos y marroquíes de la calle del Hospital que desde hace años permanecen siempre de pie esperando al cliente para vender hachís y todo tipo de artículos robados, aunque en las últimas semanas, y para sorpresa de los vecinos, la policía ha realizado varias detenciones.
"¡Vaya, ya era hora!". "¡Así no se podía vivir, entre delincuentes y mendigos!", conversaba la gente mientras compraba el diario en el quiosco y preguntaba: "¿Quién se llevó a los mendigos, la Urbana o los Mossos?". "Ni unos, ni otros. Quitaron los asientos". "¡Vaya autoridad!".
Cientos de historias de precariedad y decadencia transitaron por esa plaza, y al quitar las bancas no desaparecieron, tan sólo se mudaron a otra parte.
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