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Reportaje:

El último viaje del coloso

Una ballena de 20 metros recorre medio país: desde la playa de Marbella donde varó hasta un museo de Madrid

Un reguero de sangre manchaba el asfalto. Brotaba de la cola de un monstruo de 20 metros y 43 toneladas. Una ballena tan grande que no cabía en el camión de transporte de vigas que la llevaba a despiezar. La cola, de cuatro metros, barría la calzada. En el mar, el animal podía nadar hasta 300 kilómetros al día; su último viaje será por tierra: tardará un año en recorrer los 600 kilómetros que separan Marbella de Madrid.

El cetáceo, una hembra de 45 años de rorcual común, varó en la playa marbellí de Cortijo Blanco el pasado 5 de febrero. Los esfuerzos de los veterinarios del Centro de Recuperación de Especies Amenazadas por mantenerla viva fueron inútiles; resistió cinco horas. Su valor científico desaconsejó hundirla mar adentro. Para alejar el olor a muerte de la playa, 30 trabajadores trasladaron el cadáver a un vertedero cercano. Tardaron 12 horas.

Su valor científico desaconsejó hundir el animal mar adentro

La Junta de Andalucía utilizó ese tiempo para poner fin al despiece administrativo que las instituciones científicas habían comenzado, hipnotizadas por la perspectiva de apropiarse de parte del rorcual más grande recuperado en España. Barcelona quería las mandíbulas, Granada el corazón. Tras estudiar el caso, la Junta decidió ceder el esqueleto íntegro al Centro Superior de Investigaciones Científicas, que lo destinó al Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid.

En la planta de reciclaje, con los cuchillos y los ganchos afilados, esperaba María Ángeles Prieto. La flanqueaba su ejército de 10 atuneros, contratado por su pericia como descarnadores. Cuando vieron llegar al animal no podían creérselo. "Tan grande que parecía que nos iba a tragar a todos".

Durante dos días trabajaron cubiertos en sangre. Levantaron la piel, traspasaron una capa de grasa con el espesor de un colchón, "y más dura que la madera". Laminaron la carne y limpiaron los huesos hasta reducir el monstruo a un pingajo sanguinolento. Ahora, tres meses después, María Ángeles espera en su taller de Valencina de la Concepción (Sevilla) la llegada del esqueleto, que continúa sumergido en agua en la Estación Biológica de Huelva, el único lugar acondicionado para que el monstruo macere tranquilo. Mientras aguarda, la conservadora se entretiene ensamblando para el Parque de las Ciencias de Granada la osamenta de otro rorcual, cinco metros menor, que murió en septiembre en las playas de Tarifa.

La conservadora María Ángeles es algo más que una taxidermista. Junto con sus cuatro operarios, reconstruye esqueletos y confecciona réplicas para museos. También prepara su propio centro de estudios oceanográficos.

Trabaja tranquila entre los 7.000 habitantes de Valencina, alejada de un gremio machista. "En 12 años de profesión no me han dejado hacer nunca una cabeza de toro", cuenta. Pero nadie le discute que los cetáceos son suyos. "Me encanta el hueso, cuanto más grande, mejor", explica mientras acaricia la mandíbula de la ballena. Compara la pureza del marfil gigante con la mareante microingeniería de la carcasa de un ratón, "tan pequeño que para limpiarlo hay que echarle unos escarabajos que le coman la carne". Devuelve el ratón a su vitrina. A su lado reposa en un tanque metálico el corazón de la ballena varada en Marbella: 300 kilos. Las barbas, impregnadas de olor a mar, se secan al sol.

En el museo de Madrid no esperan al rorcual hasta 2009. Les llegará en tres camiones, cada uno con un pedazo: columna, costillas y un cráneo que pesa él solo 3.000 kilos. La operación ballena costará unos 60.000 euros. Josefina Barreiro, conservadora de la colección de aves y mamíferos, confiesa que será necesario el concurso de un patrocinador privado, además de una partida excepcional de la Administración, para pagarlos. "Sobrevivimos con 100.000 euros para toda la colección. Sin ayuda, estos extras serían impensables". Ensamblarán el rompecabezas y lo colgarán del techo sobrevolando a otros animales viajeros.

Entre ellos, un elefante africano al que un duque de Alba abatió a tiros en un safari en 1913. Su piel llegó a España en un fardo de 600 kilos. Costó más de cuatro años construirle un cuerpo a medida. En 1930 recorrió los cuatro kilómetros que separan el Real Jardín Botánico del museo, rodando en patinete por la Castellana. Un trashumante de la muerte que ya no irá mucho más lejos. Debajo de la piel vive una estructura de escayola de varias toneladas. Barreiro sabe que su destino está sellado: "Con lo que pesa, ya nunca saldrá de aquí". Todos los gigantes necesitan un lugar en el que descansar.

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