"Mataban a todo el que veían"
Sigo oyendo con claridad los gritos de los soldados cuando irrumpieron en mi casa aquella mañana: '¡Tudi maus, tudi maus!'. No sé lo que significan. Ni sé si es inglés o imitación de vietnamita, pero era lo que gritaban mientras nos apuntaban y nos hacían señas de que saliéramos. '¡Tudi maus, tudi maus!'. Mi madre me dijo que huyera al refugio. Mis hermanas corrían detrás de mí seguidas por mi madre con mis dos hermanos pequeños; el menor, de dos años. Cuando iba a entrar nos ametrallaron. Sus cuerpos cayeron sobre mí. Estaba aterrorizado y herido. No sabía si los cuerpos que se apilaban sobre mis espaldas estaban vivos o muertos. Yo vivía y era consciente. No sé cuánto tiempo me mantuve inmóvil y callado. Me desmayé y me desperté por la tarde, cuando los habitantes de otro pueblo se acercaron a ver lo que había pasado y comenzaron a recoger los cadáveres".
Ha Thi, herida, pensó que venían a rematarla, pero dos 'marines' la llevaron a un helicóptero y luego al hospital
Pham Thi Thuan: "Vi caer a mi padre a la segunda ráfaga. Yo seguí apretando a mi hija, temiendo que se ahogara"
Cong Pham Thanh tenía 11 años, y todavía hoy vive entre los fantasmas de esa terrorífica mañana del 16 de marzo de 1968. Es el director del museo levantado sobre el lugar de los hechos para que "nadie vuelva a repetir semejante barbarie". Afirma, sin embargo, que los fantasmas sólo atormentan su sueño cuando habla de lo que pasó, cuando recuerda y les escucha gritar '¡tudi maus, tudi maus!'. Entonces, en la quietud de la noche, aquellos tres soldados -dos negros y uno blanco- vuelven con sus vozarrones y le despiertan.
En Occidente se la conoce como la matanza de My Lai, y en Vietnam, como Son My, el nombre del pueblo al que pertenecían las cuatro aldeas, entre ellas My Lai, que sirvieron de escenario para la orgía matinal de sangre, venganza, odio y violencia que celebraron los hombres de la Compañía Charlie, I Batallón de la 20ª División de Infantería estadounidense, que dirigía el capitán Ernest Medina. El teniente al mando de la sección más involucrada en la matanza era William Calley. En total, 504 personas (según los vietnamitas), en su gran mayoría ancianos, mujeres y niños (unos 170), fueron asesinadas a sangre fría en apenas cuatro horas. Ron Haeberle, el fotógrafo militar que acompañaba a la sección, se encargó de inmortalizar el horror.
Hubo sólo una veintena de supervivientes. Las casas fueron incendiadas, y las cuatro aldeas, reducidas a cenizas. Cuando acabó la guerra, en 1975, algunos volvieron para tratar de empezar de nuevo en la tierra de sus ancestros, situada a 13 kilómetros de Quang Ngai, capital de la provincia del mismo nombre, en el centro del país del sureste asiático. Seis de ellos permanecen en la comuna rebautizada por la República Socialista de Vietnam como Tinh Khe.
Casado y con tres hijos, Cong Pham asegura que ya no siente rencor, aunque se sigue preguntando: ¿qué resorte inmoral e inhumano accionaron los soldados para actuar tan salvajemente contra niños, bebés, mujeres y ancianos? Los campesinos que le sacaron de debajo de los cuerpos de sus familiares, le llevaron a una pequeña clínica cercana y le atendieron durante los más de tres meses que tardaron en sanar sus heridas. La rabia le comía entonces por dentro. "Yo quería matar a los invasores porque ellos venían a matarme a mí".
A los 15 años ya se había sumado a las filas del Vietcong, como los estadounidenses llamaban a las fuerzas irregulares comunistas basadas en el sur. El enemigo volvió a herirle en 1974. Su padre, que aquella mañana no estaba en casa, enterró a su madre y a sus hermanos, y le localizó semanas después, cuando ya se había unido al ejército de liberación. "Le mataron los estadounidenses dos años después", dice mascando la amargura de la soledad en que le sumió la contienda.
Obsesionado por la expansión del comunismo en Asia, y después de que la guerra de Corea (1950-1953) terminara en tablas, Estados Unidos fue deslizándose por el avispero de Vietnam hasta meterse en su más vergonzosa aventura militar. Comenzó al principio de la década de los cincuenta enviando asesores y armas en apoyo de las tropas francesas que luchaban por mantener la colonia. París se retiró tras la derrota de Dien Bien Fu, en 1954, y Washington fue ocupando el vacío de poder dejado por los franceses, hasta que en 1965 se produjo el primer desembarco de tropas de combate en las playas de Danang.
My Lai se encuentra a unos 140 kilómetros al sur de esa idílica playa de arenas suaves como el talco. Si en 1963 Estados Unidos tenía en Vietnam 23.000 asesores militares, tres años después su número de efectivos ascendía a 184.000, y en 1968, el año de la masacre, tenía más de medio millón de soldados en el país, de una extensión similar a Italia (326.797 kilómetros cuadrados).
La única superviviente que volvió y reconstruyó su antigua vivienda es Ha Thi Quy, que hoy tiene 83 años. A pesar del espanto sufrido, las profundas arrugas que surcan su rostro no han logrado borrarle un cierto aire de candidez. Ella preparaba el desayuno cuando sintieron aproximarse los helicópteros. El marido y el hijo mayor huyeron de inmediato, aunque les vieron y les dispararon desde el aire, pero sólo pudieron herirles. "Eran muchos soldados, se acercaron a la casa disparando contra los pollos y los patos. Mataban todo lo que veían. Sentimos un miedo atroz. Nunca se habían comportado así. Venían frecuentemente por el poblado. Nos pedían agua del pozo y nos daban comida a cambio. No les temíamos, pero aquella mañana eran distintos. En la casa estábamos mi madre, mi hija de 16 años, mi hijo de seis y yo, que estaba embarazada. Nos apuntaron con sus armas y nos pidieron que saliésemos y fuésemos hacia la acequia. A una vecina muy mayor que no se movía de puro miedo la mataron allí mismo. En la acequia había mucha gente. Nos empujaron a ella a culatazos. Uníamos las manos y les rogábamos que no nos mataran, pero empezaron a disparar", dice quebrándosele la voz y gesticulando con las manos.
Ha Thi sintió cómo las balas le mordían la espalda y la pierna, vio cómo a su hija le arrancaban la mitad de la cara, y se desmayó. "El frío me devolvió la conciencia", relata. "Mi hijo pequeño yacía a mi lado. Vi a unos niños que buscaban a sus madres y les pedí que me ayudaran a salir de aquel revoltijo de muertos. No podía andar. Me arrastré para llegar a mi casa y beber agua porque tenía una sed terrible. En el camino me encontré los cuerpos desnudos de varias muchachas. Las habían violado y luego asesinado. Yo intentaba taparlas cuando me vieron desde un helicóptero y aterrizaron".
Tras zafarse de la muerte en esa indescriptible carnicería, Ha Thi pensó que venían a rematarla. Trató de reptar más rápido, de ocultarse, pero dos marines la cogieron en vuelo por debajo de los brazos, la metieron en un helicóptero y la ingresaron en un hospital. El médico le extrajo varias balas de la pierna, pero, para quitarle la de la espalda tenía que operarla, y no lo hizo para no perjudicar su embarazo. La bala sigue incrustada en su cuerpo. No le importa, porque su hijo nació meses después sin problemas.
Dio a luz en el campamento de Tra Khuc, uno de los innumerables campos donde el ejército estadounidense recluía a los campesinos de las designadas como zonas de fuego a discreción, que constituían objetivo legítimo de los bombardeos norteamericanos y en las que se disparaba contra todo lo que se moviera porque supuestamente estaban "infectadas" de vietcongs. Los helicópteros lanzaban octavillas en las que advertían a los habitantes de que abandonaran sus tierras si no querían ser bombardeados. La mayoría obedecía las consignas. Pueblos y aldeas se quedaron vacíos, y millones de survietnamitas fueron forzados a instalarse en campamentos en los que vivieron hasta que acabó la guerra.
Cuarenta años después de My Lai, Ha Thi atraviesa por un momento dulce en su dolorosa vida. Hace unos años, un compatriota del sur le dio dinero para hacerse una casa nueva y más grande. La antigua -una pequeña habitación separada por un patio de la nueva- la dejó como establo. Pegado a éste se construyó el hijo menor una vivienda minúscula, y, en consecuencia, la casa de Ha Thi está siempre llena de nietos y hasta de bisnietos, ya que el hijo mayor y su familia también viven cerca. Además, hace ya dos años que arrendó la parcela de 750 metros cuadrados que le dio el Gobierno comunista en 1977 para cultivar arroz. "De la cosecha pasada [hay dos al año] me han dado 10 sacos. Es mucho para nosotros [vive con un nieto de 15 años desde que éste tenía 16 meses]. Voy a vender una parte ahora que el precio está muy alto", dice con una sonrisa cómplice.
Las fotos de Haeberle cubren las paredes del museo de My Lai. Al retirarse del ejército, 14 meses después, vendió a la revista Life, por 25.000 dólares, 18 imágenes del horror. Su publicación en el mes de noviembre de 1969 tuvo un efecto devastador para la imagen de Estados Unidos tanto dentro como fuera del país. El Gobierno norvietnamita pagó en 1971 a Life 11.000 dólares por 11 fotos, según comenta la guía Tran Thi Thanh Huong.
Hasta entonces, la matanza había sido encubierta por el Pentágono, cuyos mandos relataron en el informe oficial que en la zona se habían librado combates en los que habían muerto "128 miembros del Vietcong". Nadie tomó en consideración la denuncia presentada por Hugh Thompson, el piloto del helicóptero de reconocimiento que vio cómo el capitán Medina pateaba y remataba con disparos a una joven vietnamita herida, tendida en el suelo. Thompson hizo aterrizar entonces su aparato OH23, se enfrentó a los compañeros que aún quedaban en My Lai y evitó que siguieran matando. El piloto y los dos artilleros que le acompañaban recogieron y trasladaron al hospital del ejército a nueve vietnamitas heridos, incluidos cinco niños. Para ello tuvieron que realizar varios viajes.
En el magnífico libro La guerra de Vietnam, que acaba de publicar en castellano la editorial Crítica , Christian G. Appy recoge, entre muchas otras voces testimoniales, la de Larry Colburn, uno de los artilleros: "Sobrevolamos una zanja en la que habían matado a más de cien vietnamitas. [Glenn] Andreotta [el otro artillero, muerto en combate una semana después] divisó movimientos, así que Thompson aterrizó nuevamente. Andreotta fue directamente a aquella zanja. Tuvo que caminar entre cadáveres que le llegaban a la altura de la cintura para rescatar a un niñito. Yo permanecía de pie, a campo abierto. Glenn se me acercó y me entregó al niño, pero la zanja estaba tan llena de cadáveres y de sangre que no podía salir. Le acerqué la culata de mi rifle y le ayudé a salir".
Pham Thi Thuan, que entonces tenía 30 años, tampoco podía salir de la acequia. Llevaba en los brazos -"casi asfixiada por el pecho que le había metido en la boca para que se callara"- a su hija de tres años. Ninguna de las dos estaba herida. Los cuerpos de sus vecinos las habían salvado. Pham Thi, cuyo marido murió dos años antes en un ataque de las tropas invasoras, recuerda el caos y el griterío que se formó en la aldea cuando los helicópteros empezaron a echar botes de humo y a disparar. Cogió a su hija y se escondió en el agujero que tenía excavado en la choza como refugio. Le sirvió de poco. Tuvo que obedecer las órdenes de que fuera hacia la acequia.
"Después de echarnos dentro a culatazos a todos, hubo una primera ráfaga de disparos. Cuando las metralletas callaron, algunas personas se levantaron. Yo vi a mi padre. Quise decirle que se tumbara, que no se moviera, pero tuve miedo y me callé. Le vi caer en la segunda ráfaga, y aún hubo una tercera. Yo seguía allí doblada, apretando a mi hija, que temía que se hubiera ahogado. Al rato, cuando ya no se oía nada, fui apartando los cuerpos para salir. Dos mujeres que también remontaron la zanja fueron vistas por los soldados que aún quedaban. Las persiguieron y las mataron. A nosotras no nos vieron".
El ejército norteamericano pensaba, supuestamente, que My Lai era la base de abastecimiento del 48º Batallón del Vietcong. El año anterior tuvieron fuertes pérdidas en los combates en esa zona, y dos días antes una bomba-trampa había matado a un sargento y dejado ciego a un soldado. En la tarde del 15 de marzo, cuando el capitán Medina arengó a las tropas que iban a participar en la operación de "aniquilación" de My Lai, primero guardó un minuto de silencio por el compañero muerto.
Venganza, miedo, inexperiencia y la exigencia del mando de contar el número de enemigos muertos para valorar las victorias debieron de sumarse al salvajismo y la chulería reinante en la Compañía Charlie, cuyo teniente Calley fue visto esa mañana en My Lay con los pantalones bajados y apuntando a la cabeza de la joven que tenía de rodillas delante de él.
Los soldados entendieron que tenían órdenes de callar, ya que oficiales como el coronel Oran Henderson habían sobrevolado la zona a baja altura y visto desde los helicópteros los cadáveres de los civiles. A Henderson se le encomendó esa misma tarde que investigara lo que había sucedido y se limitó a preguntar a los soldados si habían participado en alguna matanza indiscriminada. "No, señor", respondió la mayoría. Alguno se atrevió a un "sin comentarios". Días después, Henderson informó por escrito que hubo una veintena de civiles muertos de forma "inadvertida".
El tufo putrefacto que desprendía My Lai llamó la atención de uno de los 500 periodistas que contaban al mundo sobre el terreno la guerra de Vietnam. Seymour Hersh, que trabajaba por su cuenta, entrevistó a varios soldados que llegaron a acusar al teniente Calley del asesinato de 109 civiles. Hersh incluso entrevistó a Calley y escribió tres artículos sobre My Lai que envió a los grandes medios de comunicación. A ninguno les interesó. Finalmente logró venderlos a Dispatch, una pequeña agencia que tenía como clientes a 36 periódicos. El 13 de noviembre, todos ellos publicaron el primer artículo. El escándalo estaba servido. Antes de que terminara el mes salieron los otros dos y uno nuevo. Además, la revista Life publicó las fotos de Haeberle.
Truong Thi Le, de 80 años, todavía lamenta haber recomendado a su hija de 17 que se metiera entre los ancianos congregados junto a la torre de vigilancia de las cuatro aldeas. "Tuve miedo de que quisieran violarla. Pensé que estaría más segura si pasaba inadvertida. Estábamos aterrorizados. Habíamos visto cómo los soldados ponían a un anciano en la boca del pozo que había frente a mi casa y le disparaban para que cayera en él. Nos escondimos debajo de la cocina, pero los estadounidenses nos vieron y nos dijeron que fuéramos a la torre de vigilancia. Yo agarraba a mi hijo de cinco años. En un descuido, nos metimos debajo de la paja del arroz, que estaba amontonada cerca porque acabábamos de recoger la cosecha. Mi hija, sin embargo, se quedó entre el grupo, y los mataron a todos disparándoles con un arma con un cañón muy ancho".
La base de la antigua casa de Truong Thi, que se había quedado viuda dos años antes, ha sido reconstruida, y forma parte, junto con la acequia y las bases de otra decena de casas, del parque de la memoria que se ha unido al museo en los últimos años. Muchos de sus actuales visitantes son norteamericanos. "Estoy orgulloso de representar a los muertos", dice el director, que confiesa que no le gusta ver a los veteranos del ejército enemigo.
Después de que por Vietnam desfilaran 2.590.000 soldados de EE UU, el establecimiento de relaciones diplomáticas entre los dos países, en 1999, induce a muchos veteranos a ver en paz lo que vivieron en guerra. Entre ellos el actual candidato republicano a la presidencia, John McCain, que volvió en 2000 a visitar la cárcel de Hoa Lo. En esta antigua prisión construida por los franceses a finales del siglo XIX, en la que fueron ajusticiados muchos nacionalistas, estuvieron detenidos los 591 norteamericanos capturados en la guerra. La mayoría eran pilotos, como McCain. La cárcel, situada en el centro de Hanoi, es ahora un museo. Entre las fotos que se exponen, una muestra el rescate por civiles y soldados de McCain, que cayó al lago Truc Bach, el 26 de octubre de 1967. Otra, ya en color, recuerda la visita.
El primer trimestre de 1968 fue muy difícil para Estados Unidos. Tan difícil que supuso el punto de inflexión de la guerra. Para Washington fueron unos meses triplemente penosos. Primero, por el alto número de bajas; segundo, porque perdió masivamente el apoyo de su ciudadanía a la contienda, y tercero, porque poco antes había empezado a sentir que tenía la victoria al alcance de la mano. El general William Westmoreland, comandante en jefe de las tropas estadounidenses en Vietnam, dijo en noviembre de 1967 que el principio del fin estaba cerca. No sabía que el enemigo había comenzado a preparar la ofensiva del Tet.
El 31 de enero de 1968, durante la festividad de Tet -el año nuevo lunar-, una operación conjunta del ejército norvietnamita y del Frente Nacional de Liberación (el Vietcong) atacó por sorpresa más de un centenar de ciudades por todo Vietnam del Sur. Fue una acción perfectamente sincronizada en la que participaron unos 80.000 hombres. La osadía de los atacantes fue tal que penetraron en el mismo centro neurálgico del enemigo: la Embajada de Estados Unidos en Saigón. Su furia forzó combates cuerpo a cuerpo para defender lo conquistado, como en la ciudadela de Hue, lo que ocasionó numerosas bajas. Hubo más de 2.000 muertos estadounidenses y 4.000 miembros del Ejército del Sur, pero los comunistas perdieron a casi 50.000 hombres.
Hanoi, sin embargo, no logró el levantamiento general de la población que esperaba que desatase su ofensiva, y en pocos días sus guerrilleros fueron expulsados de nuevo a la jungla. La contraofensiva norteamericana desató bombardeos masivos. Militarmente, el Tet fue una batalla perdida para los norvietnamitas, aunque su consecuencia última fue que Hanoi ganó la guerra. La opinión pública norteamericana se opuso radicalmente a una contienda cruel como ninguna otra con la población civil. Westmoreland no consiguió los 200.000 soldados más que pedía para acabar la guerra y fue trasladado a Washington. El presidente Lyndon Johnson no se presentó a la reelección. En mayo se iniciaron conversaciones de paz, y el senador Robert Kennedy se convirtió en el gran favorito para lograr la candidatura demócrata a la presidencia con una campaña en contra de la guerra, aunque fue asesinado el 5 de junio de 1968 en el hotel Ambassador de Los Ángeles nada más pronunciar el discurso de celebración de su victoria en las cruciales primarias de California.
El secreto de My Lai atormentaba mientras tanto al soldado Ronald Ridenhour, que en marzo de 1969 escribió una carta al presidente Richard Nixon, al jefe del Pentágono, al secretario de Estado, a los jefes del Estado Mayor y a numerosos congresistas en la que detallaba los hechos. Aunque siguieron sin trascender a la población, el Congreso inició una investigación.
Pham Dat, de 80 años, recuerda que los helicópteros se llevaron el tejado de su caserío. La memoria le traiciona a veces, pero poco a poco da cierta cohesión al relato de su historia. "Los soldados, que habían matado a mis cuatro vacas, entraron en la casa disparando. En un instante asesinaron a 11 miembros de mi familia: mi mujer y mi hijo de siete meses que estaba en sus brazos, mi madre, mi hermana, cuñadas y sobrinos. A mí me habían disparado en los pies. Mi hijo de cuatro años y mis dos hijas de siete y nueve resultaron heridos en las piernas".
Cuando los soldados se fueron, Pham se escondió con los tres niños detrás de la puerta y se taparon con una esterilla. Después se metieron en una especie de refugio subterráneo que el caserío tenía fuera. Pham afirma que "poco después volvieron los soldados y utilizaron la paja del arroz para prender fuego a todo".
La investigación del exterminio de My Lai promovida por el Congreso tuvo como única consecuencia la detención del teniente Calley, al que se le acusó del asesinato premeditado de al menos 22 civiles. El tribunal le condenó a cadena perpetua, pero luego le redujeron la pena y finalmente sólo estuvo bajo arresto domiciliario tres años y medio.
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