¡Dos pares!
Dos pares... de banderillas. Dos pares de verdad. En todo lo alto. Haciendo la suerte por derecho; dando el pecho a un toro codicioso que galopaba en busca de su presa; cuadrando en la cara, y saliendo del embroque airoso, despacio, con torería. Olé...
Y la plaza se puso en pie y estalló en una atronadora ovación que obligó a saludar al protagonista de tal gesta. Responde al nombre de Curro Molina, es sevillano, debutó hace años sin picadores en una nocturna en la Maestranza, y al día siguiente ya había tomado la decisión de hacerse banderillero. Eso se llama inteligencia. Desde entonces su trayectoria es digna de un torero con mayúsculas. Ya no tiene sitio en su casa para colocar trofeos ganados en las ferias más importantes -el último, en la pasada de abril de Sevilla-, y ahí sigue desgranando torería por donde va.
Todo ocurrió en el sexto de una tarde ya vencida por el mal juego de toros y toreros. Pero apareció un señor vestido de malva y cordón con los palos en las manos, levantó los brazos, se dejó ver, y tardó ná en decirle a la gente que allí había un torero. Extraordinario fue el primer par por el lado derecho, quebrando con maestría ante el genio violento del toro, y corroboró el tercio con otro por el lado contrario auténticamente deslumbrante.
La emoción se apoderó de los tendidos. Es lo que suele ocurrir cuando hay un toro y un torero en el ruedo. Y, ayer, el torero se llamó Curro Molina.
Castella, espoleado, quizá, por los aplausos recibidos por un subalterno, brindó al respetable y se dio un arrimón en un intento de arreglar lo que ya era irreparable.
"Grandiosa corrida goyesca conmemorativa del bicentenario de la Guerra de la Independencia", rezaba en la cartelería. Pura publicidad engañosa. Grandioso fiasco de toros y figuras. El ganadero envió una corrida de irreprochable trapío, descarada de pitones y con cuajo, al más puro estilo de las estampas de La Lidia. Pero sólo había fachada. Los toros resultaron mansos, descastados, broncos, violentos y rajados en el tercio final. Y los toreros se vistieron de goyescos, que es como vestirse de banderillero pero con cordones negros o azules, y naufragaron a placer.
La corrida era mala, sin duda; dificultosa y violenta, también, pero qué espesura, qué falta de conocimiento y oficio, qué desconfianza, qué pocos conocimientos lidiadores, y qué aburrimiento el que prodigaron las tres figuras llamadas Uceda, El Cid y Castella.
Tiene más delito, quizá, el madrileño, al que le tocó el único toro que metió la cara en la muleta, el primero, y al que toreó primorosamente en dos tandas de redondos largos, templados y hondos, gustándose de verdad, y haciendo el toreo clásico. Pero no remató, le faltó consistencia, se afligió y todo se diluyó.
El resto de la corrida fue un compendio de toros sin clase y toreros modernos, que no saben resolver los problemas, se les pone cara de jubilados y convierten la corrida en un festejo insoportable. Mal El Cid en su difícil lote, con pocas ideas, a años luz de su categoría; y mal Sebastián Castella, triste, con el sitio perdido, atorado y vulgar. Tres pegapases, tres.
Menos mal que en la plaza hubo un torero y dos pares... de banderillas.
El festejo de hoy. Novillos de Hierbabuena, para Antonio Nazaré, José Manuel Más y Román Pérez.
Babelia
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