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Columna
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¿Quién vigila a los vigilantes?

Lees las noticias y parece que ha nacido una nueva raza en el subsuelo de la ciudad: la de los vigilantes del metro que se entretienen apaleando a los viajeros, especialmente si se trata de mendigos, inmigrantes, jóvenes con una copa de más o cualquier otra persona que puedan considerar una diana de sus bofetadas e insultos esos torturadores vocacionales a quienes, sin duda, tanto les gustaría formar parte de la Securitate de Ceaucescu, la DINA de Pinochet o la NKVD de Stalin. Lo inaudito es que actúen con absoluta impunidad y que la empresa que los paga les permita comportarse como si ponerse un uniforme convirtiera los diez metros de país que hay a tu alrededor en una dictadura en la que los ciudadanos fuesen elementos subversivos y ellos un grupo paramilitar con licencia para tomarse la justicia por su mano.

Nos hacen pensar en los detenidos que durante el franquismo caían desde las ventanas de la DGS
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Juan Urbano siempre ha creído que quizás este mundo sería mejor si en lugar de vigilar tanto a quién se le da un crédito, se vigilase a quién se le da un arma y el permiso de mandar y reprimir. Porque abres las páginas de sucesos de los periódicos y el día que no hay un portero de discoteca que ha asesinado a un cliente que quería entrar a su garito, hay un guardaespaldas que se ha liado a puñetazos con un fotógrafo, o un matón que le ha pegado un tiro a alguien, o uno de estos vigilantes del metro que pegan a la gente, la humillan y graban sus fechorías para sumarse al grupo de los salvajes con cámara en el móvil, esos que guardan en el teléfono las imágenes de sus agresiones al compañero del instituto o al seguidor del equipo de fútbol rival o las cuelgan en la red, para que todo el mundo que no tenga nada mejor que hacer pueda verlas y dejarse salpicar cómodamente por la carnicería. Será porque si ejercer la violencia les hace sentirse poderosos, filmar sus fechorías debe hacerles pensar que están a salvo unos de otros: tengo la prueba de lo que hemos hecho y eso nos convierte en cómplices: somos la tripulación del barco pirata y si nos hundimos, nos hundimos todos.

El problema pequeño es que su barco se salta todas las señales y no respeta nada. El problema grande es que no se le detenga, porque en estos y en otros casos uno tiene la desagradable sensación de que existe cierta tolerancia hacia los violentos de uniforme o sotana que no existe hacia otros, hasta el punto de casi justificarlos, de protegerlos poniéndoles una tira negra en los ojos y reduciendo sus nombres a iniciales sin nada detrás, porque habrá que investigar, no vaya a ser que las víctimas no sean los inocentes, que algo hayan hecho, que hayan incurrido en cualquier provocación. Como si eso, aunque fuera así, justificase que la jauría caiga sobre ellos y los pegue, los ofenda, los someta a todas las vejaciones que los canallas cometen sobre las personas indefensas, de arriba abajo y muchos contra uno porque la otra mitad de un canalla es siempre un cobarde.

Pero la empresa dice que no le consta. Y dice que no puede controlar a sus empleados uno a uno. Y aunque está viendo lo mismo que vemos todos, dice también que hay que ser prudentes e iniciar las indagaciones oportunas para descubrir la verdad, pero sin precipitarse. Mientras tanto, algún usuario asaltado por los vigilantes ha tenido que operarse a causa de la paliza que le dieron, lleva dos meses de baja y con lo que le da el seguro no le llega para mantener a sus siete hijos, que viven en Ecuador. La empresa dice que, en cualquier caso, se sospecha que ese hombre había montado una pelea, y que lo único que hicieron sus empleados fue separarlo de los otros, y que entonces se cayó al suelo y se golpeó... y el resto de esos argumentos que tanto nos hacen pensar en los detenidos que durante el franquismo también caían accidentalmente desde las ventanas de la Dirección General de Seguridad (DGS) en la Puerta del Sol, o se golpeaban ellos solos contra los muebles, o recibían el disparo fortuito de un arma que se le disparaba por puro azar a un guardia. Una coincidencia como para echarse a temblar.

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Así que la mejor manera de evitar que se multipliquen esos a quienes les gustaría vivir en un país en el que los derechos de los ciudadanos se pudieran pisotear sin pagar un precio por ello, será cortar por lo sano, echarlos a la calle, inhabilitarlos para desarrollar cualquier trabajo que requiera pistola, porra o galones y, en resumen, no darle balas ni alas a quienes sólo las van a utilizar para sobrevolar como aves carroñeras sobre nosotros. Juan Urbano pensó eso y no tuvo la más mínima impresión de estar exagerando. ¿Ustedes qué creen?

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