El Pekín que nos espera
El éxito económico y los Juegos inflaman el nacionalismo chino
"Hay que venir a China porque todo lo que está ocurriendo en el siglo XXI está ocurriendo en este enorme país. Lo que pasa aquí tiene escala mundial y nos afecta a todos: al precio del petróleo y de los alimentos, a las relaciones comerciales, al desarrollo tecnológico, a los costes laborales...", afirma Enrique Concha, director de la Asociación Cooperación Sino Española en Tecnología e Innovación, que desde hace más de tres años reside en Pekín.
No le falta razón. La llegada a la terminal 3 del aeropuerto de Pekín sitúa de entrada al viajero en otra dimensión. La terminal, recientemente inaugurada y diseñada también por Norman Foster, es como la madre de la terminal 4 de Madrid-Barajas. Un escenario colosal desde el que se inicia el trayecto hasta el centro de una ciudad de más de ocho millones de habitantes que vive sepultada la mayor parte de los días por una densa capa de contaminación y polvo en suspensión.
Rascacielos, atascos, bares con estilo son el escaparate del nuevo Pekín
El ambiente 'cool' contrasta con la mirada asombrada de los inmigrantes
Pekín se ha llenado en los últimos cuatro años de gigantescos y amazacotados rascacielos de hierro, cristal y cemento, erigidos sin orden ni concierto, que son atravesados por pasos elevados y enormes avenidas que hacen casi imposible cruzarlas antes de que el semáforo vuelva a cerrarse. Tanto es así que en algunas de ellas hay unos tipos provistos de banderines con los que apremian a los peatones a cruzar como si fuesen jueces de línea que exigieran que la jugada continúe.
La capital china no duerme. Los coches hace tiempo que han sustituido a las bicicletas, y los atascos de tráfico, incluso de noche, son ya moneda corriente. Como las obras de destrucción de los barrios viejos y la construcción de nuevos bloques de oficinas, en las que miles de obreros se afanan incansables día y noche en precarias condiciones de seguridad por unos 150 euros al mes.
China tiene un proyecto como país a 50 años vista, que consiste en lograr el bienestar, y los Juegos son una magnífica ocasión para mostrar al mundo que ese proyecto es ya una realidad. Por eso le duelen tanto al Gobierno las críticas occidentales a la violación de los derechos humanos, la represión en Tíbet o a la pésima calidad del aire de la capital.
Lo que quería ser el escaparate de los progresos ya realizados se está convirtiendo en el flanco por el que competidores y rivales atacan sin piedad. De momento, el espectáculo sólo es político y cada comparación entre Pekín 2008 y Berlín 1936, cuando emergió otra superpotencia, es interpretada por el régimen como un intento occidental de humillar a China. Las autoridades responden exacerbando el nacionalismo de la población, recordando, como hacía hace unos días el periódico China Daily, la época en que las concesiones europeas troceaban la soberanía china y agitando el fantasma de los laowai (viejos extranjeros).
Responsables del Diario del Pueblo, el órgano oficial del Partido Comunista, y portavoces del Ministerio de Asuntos Exteriores repiten imperturbables el discurso oficial: "La prensa occidental miente. Los rebeldes tibetanos son criminales. Los periodistas extranjeros no pueden ir a Tíbet porque no podemos garantizar su seguridad personal". Pero esta cerrazón de los despachos, donde se intuye el ánimo de sustituir la vieja ideología comunista por el nacionalismo, no se hace sentir, al menos de momento, de forma opresiva en las calles.
En la capital apenas quedan símbolos de la Revolución de Mao -el único visible es su gigantesco retrato de la plaza de Tiananmen- y sus calles no llevan, frente a lo que se podía esperar, los nombres de los héroes o los mártires del pueblo. Desde que, hace casi 30 años, Deng Xiaoping inaugurara la era de la apertura y reforma económica, se calcula que unos 300 millones de chinos han salido de la pobreza, demostrando que el éxito de China es probablemente también el éxito de la humanidad.
Dos lugares simbolizan actualmente el nuevo Pekín. El céntrico barrio de Houhai, literalmente "el lago de detrás", reúne a lo largo de sus melancólicas orillas decenas de restaurantes y bares con estilo, de los que sale música pop, occidental o china, y por donde cada noche pululan un montón de jóvenes que, vestidos igual que sus compañeros de generación de EE UU o Japón, ponen a prueba que el partido sea más fuerte que la MTV. Houhai tiene todas las papeletas para hacer su agosto con las riadas de extranjeros que abrevarán en sus locales para sacudirse el bochorno del verano pequinés en busca de ladies y masajes.
El otro lugar es el distrito 798, un gigantesco centro de arte situado en las afueras de la capital. Un complejo de antiguas fábricas de electrónica, construidas con la ayuda soviética por arquitectos de Alemania Oriental, alberga ahora espléndidas galerías con lo mejor del arte de vanguardia chino (extremadamente crítico e irónico) y numerosos cafés y restaurantes. El ambiente bohemio y cool de la zona contrasta con las miradas de asombro de los inmigrantes recién venidos del campo para asfaltar sus calles y construir los nuevos altares del bienestar.
Pero son esos obreros y los habitantes de los hutong, los callejones de Pekín donde viven hacinadas familias enteras, quienes, con un sacrificio inigualable en otros puntos del globo y otro tanto de deseos de aprender, están decididos a que esta vez, justo 50 años después, el gran salto adelante sea una realidad y no un nuevo fracaso.
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