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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

En el AVE a Alejandría

Jacinto Antón

Tomé el AVE para ir a Alejandría (el tren, no el ibis). Asomado a la ventanilla, creí ver pasar las estaciones de ferrocarril de la ciudad de Cavafis, Forster y Durrell: Chatby, Camp de Cesar, Laurens, Mazarita, Glymenopoulos, Sidi Bishr... Me fijé bien y leí: "Calatayud".

De buena mañana llegamos a Atocha y en un plisplás estaba en Legazpi para ver la gran exposición Tesoros sumergidos de Egipto, con el material arqueológico que el buzo ex cazatesoros reformado (?) Franck Goddio y su equipo han sacado durante años de las aguas litorales de Alejandría y sus proximidades. Fue como regresar a la vieja ciudad -"cinco razas, cinco lenguas, el reflejo de cinco flotas en el agua grasienta", etcétera-, una jornada de emociones y reencuentros: Cleopatra, Justine, Terenci, Cristina B.

Es Matadero un espacio tipo el antiguo Mercat de les Flors, un gran contenedor hueco de apenas remozada decrepitud. Me pareció acertadísimo el sitio para una exhibición especialmente abundante en piezas de la época de los sanguinarios y esforzadamente depravados Ptlomeos, dinastía que de principio a fin persistió con brío digno de mejor empeño en el incesto y el asesinato de parientes. Los Ptolomeos en Matadero: he ahí un título.

Durante el multitudinario paseo por la exposición con Goddio, un tipo atlético que parece un cruce francés entre Arturo Pérez-Reverte y Daniel Craig y cuyo abuelo, qué cosa, inventó el moderno catamarán, unas esforzadas señoras de la limpieza no paraban de pasar la fregona por los suelos mojados. En la penumbra ambiental uno no sabía si recogían el agua que parecía escurrirse de todas aquellas piezas submarinas o la sangre de la antigüedad, ese licor de la historia alejandrina.

La exhibición, ¡válgame Pursewarden!, es impresionante. Te deja derrengado, no sólo por el tamaño del lugar (a la altura del Portus Magnus), la profusión y variedad de objetos (más de 500, del siglo VIII antes de Cristo al VIII de después) y la perturbadora belleza y carga emocional de los mismos (antigüedades que, engullidas por las catástrofes, han dormido siglos bajo el mar), sino porque no hay ni una silla.

El visitante se encuentra como deambulando por los fantasmagóricos barrios sumergidos de Alejandría, Heraclion y Canopo, la Gomorra egipcia, famosa por sus festivos tañedores de címbalos y sistros, sus francachelas y general lascivia. Pasea flanqueado por esfinges rotas, torsos de dioses masticados por el mar, reyes y reinas devenidos monarcas de tritones y atlantes. "Aunque rompimos sus estatuas/ aunque los arrojamos de sus templos/ en absoluto murieron los dioses" (Cavafis). Entre serapis, berenices, naos y ptolomeos varios, el corazón se acelera ante algunas cosas majestuosas, como las estatuas colosales -cinco metros- de una pareja de lágidas de granito rosa acompañados por un excepcional dios del mismo tamaño sobrehumano. Posiblemente es Hapi -y se le ve feliz-. Goddio asegura que desde que lo extrajeron de la bahía de Abukir, donde quiera que lo llevan llueve: ¡pronto, que nos lo envíen en el AVE!

Otras maravillas: una moneda con la efigie de la gran Cleopatra y su nariz, la monumental estela de 6 metros y 18 toneladas en la que Ptolomeo VIII Evergetes II (casado con dos Cleopatras, la I y la II, no era la casa real un prodigio de variedad onomástica) redactó textos de sonoridad digna de Saint John-Perse: "Él instaló a su madre Mut en su nuevo templo. ¡Nada parecido se había hecho desde el inicio!" .

Entre tanta sensación -incluido un Agathos Daimon que hubiera hecho las delicias de Nessim- es difícil fijarse en una cimera de casco griego: craso error. Goddio revela (y parece salivar al hacerlo) que pertenece a una gran estatua de bronce, quizá de Praxíteles, que debe de andar aún por allí abajo...

Vi junto al buceador a Alicia Moreno, la concejal de Artes madrileña, y me acerqué a saludarla. Le expliqué emocionado que la última vez que contemplé a la húmeda Arsínoe, que es otra de las piezas señeras de la exhibición, fue con su madre, Núria Espert, en los bajos de la nueva Biblioteca de Alejandría. La misma tarde que lanzamos las cenizas de Terenci al mar; ese mar sembrado de antigüedades y leyendas que cosecha Goddio. Se conmovió también ella con el recuerdo del escritor y por un momento el rostro del desaparecido se reflejó burlón en todas las esfinges como si fueran los cristales de Pastroudis. La ciudad irá en ti siempre, Terenci, como dijo el Viejo, y tú en ella.

La comitiva se alejó. Y ahí estaba Cristina B., espigada y risueña. Con Nerea -nuestra pequeña Justine- y Jesús García Calero habíamos formado antaño en la misma Alejandría nuestro propio, inocente Cuarteto. Nos miramos asombrados por la casualidad y la pertinencia del reencuentro. Entre la felicidad y la melancolía, recordamos a los amigos para mimar con su ausencia nuestro recuerdo, como diría Larry. Jesús en las rosaledas recitando sus poemas. Nerea cruzando juguetona ante el espejo del Cecil. Amistad y ruinas. Una fragancia a Jamais de la vie inundó la nave mezclándose con el pesado olor a humedad sobre la piedra y el hedor oxidado de la sangre vieja.

Pura Alejandría.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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