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Columna
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Investidura

Enrique Gil Calvo

El debate de investidura que se celebró la semana pasada en el Congreso ha sido uno de los más previsibles que se recuerdan, sin suspense ni expectación alguna, como si Zapatero hubiera obtenido mayoría absoluta en lugar de suficiente. Tanto fue así, que la prensa prestó más atención al inicio del acoso y derribo de Rajoy iniciado por su prensa amiga con la cooperación necesaria de Esperanza Aguirre. Y sin embargo, aunque no pareciese mediáticamente interesante, lo cierto es que la investidura resultó ser políticamente importante.

La dramaturgia del debate nos presentó a un Zapatero que parecía sobrado, tal como ya se ha dicho, tratando a sus derrotados interlocutores con suficiencia condescendiente. Y adoptando para ello unos aires de superioridad como si les hubiera vencido por mayoría absoluta (dicho sea una vez más), según quizá creía merecer. De ahí que no se dignase a solicitar siquiera su voto de investidura, prefiriendo obtenerla por sí solo a la segunda vuelta. Sin duda, era un Zapatero bien distinto al que vimos cuatro años atrás en idéntica ocasión. Y es que ahora ha ganado las elecciones con todas las de la ley, sin que nadie ose discutir su legítima autoridad para ocupar el poder. Por eso hace ostentación de una seguridad en sí mismo de la que antes carecía, cuando muchos cuestionaban la levedad de su liderazgo. Lo que mueve a temer lo que nos hubiera esperado los próximos cuatro años de haber obtenido Zapatero una mayoría absoluta imposible de controlar. Pero al margen del teatro gestual que vino a representar, el mensaje implícito contenido en el discurso que interpretó fue políticamente decisivo, pues anuncia la nueva estrategia que espera desarrollar durante la nueva legislatura que acaba de iniciarse. Una estrategia diametralmente opuesta a la desplegada durante la legislatura anterior, que podría resumirse en la renuncia a firmar con nacionalistas y republicanos pactos excluyentes del PP, cuyo señero ejemplo fue el tristemente célebre pacto del Tinell. Y es que la constante política más significativa de la pasada legislatura fue la exclusión efectiva del PP en las cuestiones cruciales para la gobernación del Estado: Estatut catalán, proceso (llamado) de paz y reforma de las instituciones.

La constante política de la pasada legislatura fue la exclusión del PP de las cuestiones de Estado

Ése fue el sello que marcó toda la ejecutoria de Zapatero, por la que fue juzgado el pasado 9 de marzo. Es verdad que el juicio popular fue positivo, pues ganó las elecciones gracias al apoyo de muchos votantes que retiraron su anterior apoyo a los partidos nacionalistas y republicanos. Pero el precio a pagar por esa ganancia de votos radicales fue perder 700.000 votos centristas o moderados, que huyeron hacia su derecha: hacia la UPyD y el PP. Una hemorragia que no se puede permitir un gobernante que aspire a seguir ocupando el centro del escenario político. Y una hemorragia que sólo puede entenderse como voto de castigo a esa estrategia excluyente de la oposición simbolizada por el pacto del Tinell. De ahí la urgente necesidad de rectificarla, antes de que a la larga resulte suicida.

Pero si hay que rectificarla no es sólo por razones electoralistas sino sobre todo por razones políticas. Desde un punto de vista institucional, contemplada desde la perspectiva de la gobernanza (o el buen gobierno), aquella estrategia excluyente de la oposición fue un craso error, sólo producto del temor, la debilidad o la miopía política. Las cuestiones cruciales de Estado, como la reforma de su estructura territorial o la política de seguridad pública, deben adoptarse por amplio consenso, lo que exige el expreso consentimiento de la oposición. Y si este consenso no se consigue, hay que renunciar a tales reformas, que no son legítimas ni viables cuando se sacan adelante sin el concurso de la oposición. Ésta es la dura lección que aprendió Zapatero durante la pasada legislatura, tras haber caído, quizá sin poder o saber evitarlo, en aquel mayúsculo error.

Pero como sólo se aprende de los propios errores, Zapatero tuvo que cometerlo para comprender la imperiosa necesidad de rectificar. En este sentido, Zapatero comenzó a rectificar ya antes de que acabase la pasada legislatura, pues sólo así cabe interpretar su entonces discutida decisión de renunciar al gobierno foral de Navarra, que estuvo en sus manos obtener firmando un pacto excluyente del PP. Pero rectificó a tiempo, adoptando un giro estratégico que es el que ahora parece destinado a presidir su segunda legislatura. De ahí que se haya negado a ser investido con los votos de nacionalistas y republicanos, como única forma de invitar a la oposición a sumarse al imprescindible consenso futuro sobre las grandes cuestiones de Estado, entre las que destacan como más urgentes la necesaria reforma tanto de la financiación autonómica como de los organismos judiciales.

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