Las costuras de un artista laberíntico
Si se me permite la boutade, aunque sólo fuera por contemplar la limpieza de El dos de mayo y El tres de mayo (con lo que eso conlleva, entre otras cosas la demostración de que el segundo es mucho mejor que el primero), y esa sorpresa del acechado encanto de La marquesa de Montehermoso (1810), ya habría que dar por buena la visita a la magna exposición Goya en tiempos de guerra, que cuenta con 200 obras de Goya, 65 de las cuales son préstamos provenientes del ancho mundo. Ni que decir tiene, por tanto, que nos hallamos frente a una muestra histórica del genial artista español.
No obstante, como deja traslucir parcialmente el título de la convocatoria, esta exposición no se conforma con exhibir las imágenes bélicas de la Guerra de la Independencia, sino que explora cómo caló en la intimidad de Goya esta constante agitación exterior. Manuela Mena, comisaria de la muestra y reputada especialista, ha entendido cómo nuestra guerra fue uno de los sangrientos episodios de una Europa en armas y, sobre todo, cómo la mecha que lo prendió todo fue la Revolución de 1789; pero, aún mejor, ha comprendido más: que, como dice el proverbio, "la procesión va por dentro"; esto es, que hay que fijarse en cómo vivió Goya todo este ruido exterior. En este sentido, ha hecho un mapa vital que cartografía la exposición, el primero de cuyos límites es 1795, cuando, ya sordo, Goya logró sobrevivir a la grave enfermedad que estuvo a punto de enviarle a la tumba, mientras que el segundo es 1819, justo después de haber de nuevo esquivado la muerte. O sea: Goya entre dos enfermedades peligrosas, que le predispusieron a la alucinación y al genio innovador. Goya, así, pues, pase lo que pase alrededor, siendo más él mismo. ¡Qué acierto!
La muestra explora cómo caló en la intimidad del pintor esa constante agitación exterior
El recorrido de la exhibición cobra de esta manera un brío dramático, desplegado mediante cuatro escenas de notable eficacia narrativa y, por encima de todo, elucida lo esencial: la modernidad de Goya y, lo que más importa, la cocción de la historia por entre sus adentros.
Aunque sea a costa de una reducción vertiginosa, hay un par de cosas más que señalar sobre esta exposición. La primera, que cuenta con una selección de no pocas obras nada vistas, poco vistas o apenas entrevistas, como los dos formidables retratos femeninos de Leonora Antonia Valdés de Barruso y de María Vicenta Barruso y Valdés, ambos fechados en 1805, que nos avisan de una nueva clientela y la forma con que Goya la afronta; los no menos interesantes de Manuel García de la Prada (1805-06) -con ese chucho remontado en la mesa y el sombrero de copa sobre el rebajado sillón-, Mariano Goya (1810-12), Manuel Romero, ministro de José Bonaparte (c. 1810) -de asombrosa casaca y rostro aún con más pliegues y repliegues-, Fray Miguel Fernández Flores (1815) o El príncipe Alois Wenzel von Kaunitz-Rietberg (1816-17); las dos versiones de Las majas al balcón (1810-12); El pato muerto (1806-12)...
La segunda cuestión a destacar es la disposición dramática de las obras, que no sólo nos devuelve la frescura del misterio sepultado entre lo conocido, sino que monta una nueva novela para ver a Goya desde otro ángulo. Un ejemplo de sobresalto es la alineación de La Tirana, La maja desnuda y los cuadros de canibalismo de Besançon: carnal vestido vertical, carnal desnudo horizontal y carnicería.
¡Qué pasmoso interlineado! Por otra parte, ¡qué redescubrimiento de los arrogantes centauros archiconocidos, sea Palafox o el mismo Fernando VII! En fin, y para terminar, hay que dedicar la atención que se merecen los dibujos y grabados intercalados, una de las inteligentes joyas de esta muestra, que nos susurra por cada rincón todo el vasto continente desconocido desde el que hoy todavía nos desafía Goya, tan estremecedoramente próximo y, sin embargo, tan refractario a nuestras especulaciones.
Comprenderán que, como se dice, hay mucha más tela que cortar en esta inolvidable exposición, que se ha atrevido a meterse por entre las costuras de este genio laberíntico. Y es que, en efecto, Goya en tiempos de guerra nos mete de lleno por los adentros del arte mismo.
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