Cara y cruz del 'senyor' Rovira
La intensa semana dedicada a Antoni Rovira i Trias (Gràcia, 1816-Barcelona, 1889), con motivo de la aparición de una monografía sobre su vida y obra, acaba, como no podía ser de otro modo, frente a la estatua instalada en la plaza que lleva su nombre, inventariada en varias ocasiones -aunque nunca agotada- por Enrique Vila-Matas, compañero de página y de corazón. El broncíneo senyor Rovira, a tamaño natural, obra del escultor Joaquim Camps (1990), se halla sentado en un banco de piedra, en el lado sombrío de la plaza, el de mar, el mismo que ocupa la agradable terraza del Café Flanders. Los niños se sientan en el regazo del senyor Rovira y se ríen de su cara de buena persona. En el banco en que se acomoda el ilustre arquitecto queda espacio para otra figura que le dé conversación. Podría ser la de Vila-Matas. O la de Juan Marsé, que aquí situó el epicentro de El embrujo de Shanghai. O las dos, apretándolas un poco. Y ya puestos, el grupo debería ser trasladado al sol que más calienta, que cae justo al otro lado de la plaza.
- Como Pessoa en su café de Lisboa, ha escrito Enrique, el senyor Rovira pasa desapercibido en su plaza de Gràcia. Se diría un vecino más, ensimismado y humilde, tomando el fresco. Pero de eso nada. Ese mismo señor, en 1864, construyó en la plaza de Rius y Taulet la torre del reloj, que había de convertirse en símbolo de Gràcia: un campanario civil, de 33,5 metros de alto, que da amparo y sirve de referencia a todo el barrio. Una torre Agbar de la época, vamos. Un gesto así desde luego no es humilde, ni mucho menos pasa desapercibido. Ocurre que el bueno del senyor Rovira, vecino de Gràcia, de plazas y de monumentalizar la periferia sabía un rato largo. Bastante más, por cierto, que su gran rival, Ildefons Cerdà.
- El lado oscuro del senyor Rovira, la cruz, se halla en otra obra suya alejada de Gràcia: el mercado de Sant Antoni, que ahora conmemora sus 125 años de historia pendiente de una rehabilitación. Se trata de una cruz de Sant Andrés (de brazos iguales), trazada por cuatro galerías que convergen en un edificio central en forma de octógono. Todo ello perfectamente inscrito en la manzana de Cerdà, de 113 por 113 metros, pero como si quisiera tachar sus perspectivas edificando en los chaflanes y dejando libres los lados nobles; es decir, negando de plano las jerarquías establecidas. Me divierte imaginar que el arquitecto de Gràcia con cara de buena persona que pasa desapercibido en su plaza se tomó ahí una venganza genial contra el urbanista de Centelles. No había para menos. El senyor Rovira había ganado en buena lid el concurso del Eixample convocado por el Ayuntamiento, pero al final fue Cerdà quien se llevó el gato al agua. "Estos políticos son todos iguales", debió de pensar el senyor Rovira. Y se la metió doblada.
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