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Reportaje:Las colecciones de EL PAÍS

El 'manantial' que fue un torrente

Ingmar Bergman encarnó en los años sesenta el prototipo del cine de autor

Ingmar Bergman gozaba en los años sesenta de la España que comenzaba a ser desarrollista, de una bula total ante la progresía de Barcelona y Madrid, que trasladaba, a su vez, un sentimiento de respeto anonadado hacia capas de espectadores menos comprometidos. El director escandinavo no podía equivocarse y la crítica se rendía reverencial ante un tempo fílmico diferente.

La película que inauguró la bergmanomanía, El séptimo sello, con aquellos tétricos garbeos de la muerte, propios de la visión de un áspero cristianismo que en el siglo XVI se llamaría luterano, era la puerta en blanco y negro a un mundo nuevo. El cine presuntamente intelectual estaba de moda y, rara avis, las dos publicaciones para cinéfilos de la época, Film Ideal, cuyos críticos votarían hoy en masa al PP, y Nuestro Cine -IU- no se atrevían a discrepar, aunque fuera mucho más genuino el entusiasmo de estos últimos.

El manantial de la doncella, segunda película del autor que se proyectaba en España y estrenada en 1960, era un filme desnudo, glacial, algo moroso, diríamos hoy, y muy bien interpretado, si entendemos que los personajes eran más abstracciones que auténticos seres humanos, pero que, sobre todo, entendíamos por fin de qué iba sólo en sus últimos 20 minutos.

Lo que hasta entonces había sido una descripción aseada pero tremendamente distante, por momentos casi antropológica, de la vida de una modesta familia del mundo rural escandinavo, en alguna época anterior a la edad moderna, cuando el peso político de Suecia en Europa era de cero, se transformaba en una furiosa expiación de muerte y de venganza; quien quiera entender que la película tenía un carácter religioso, sea bienvenido, puesto que es cierto que la hija del matrimonio Tore -Max von Sydow y Brigitta Valberg- la doncella de nombre Karin -Brigitta Petersson- cumplía con un rito ancestral semipagano, consistente en llevar unas velas a la virgen, cuando tiene un fatal encuentro en el bosque, pero, al mismo tiempo, es la historia mil veces contada, aunque de forma bien diferente, por el cine norteamericano; la de la fuerza oculta que sólo se muestra ante la provocación más extrema y convierte a los personajes en algo que ni ellos mismos sabían que podían ser; un Jekyll que se transforma, cargado de razón y santa ira en un Hyde para la ocasión, que aplica su particular ley del talión.

Max von Sydow, al que acabábamos entonces de descubrir, encarna magníficamente a ese sucesor de sí mismo convertido en una fuerza de la naturaleza, y por la gran difusión del cine de Bergman, del que fue actor universal, desarrolló en las últimas tres o cuatro décadas una carrera francamente apañada, con su inglés impecable, en el cine comercial norteamericano.

Ingmar Bergman, que vivió como un recluso los últimos años de su vida en una isla del Báltico, y falleció, cuando ya habían comenzado las retrospectivas sobre su obra, en 2007, habría afectado más que probable indiferencia ante la sostenida nombradía que le tiene firmemente entronizado en los anales del llamado cine de autor.

Max von Sydow en un fotograma de la película <i>El manantial de la doncella,</i> de Ingmar Bergman.
Max von Sydow en un fotograma de la película El manantial de la doncella, de Ingmar Bergman.
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