Política patrimonial de la República
La Fundación Caja de Arquitectos está publicando dos series de monografías que resumen diversos trabajos de investigación sobre temas de evidente interés para la cultura arquitectónica, aunque a menudo sean obras de divulgación difícil a través de los medios habituales. Últimamente ha salido un volumen sobre La conservación del patrimonio español durante la II República (1931-1939), obra del arquitecto valenciano Julián Esteban Chapapria, que viene a sumarse a la serie de trabajos publicados sobre la ingente política cultural de aquellos escasos años en que los gobiernos de izquierda tuvieron que luchar -primero en términos políticos y, al fin, en términos bélicos- contra una media España conservadora, anticuada, golpista y ferozmente represiva.
La República creo órganos para conservar el patrimonio según la organización de un Estado moderno
Lo más admirable de ese proceso fue la rapidez con que se tomaron las primeras decisiones para la protección del patrimonio histórico-artístico, una cuestión olvidada por la Monarquía y la dictadura a pesar de las advertencias y la oferta de ideas de los profesionales y los intelectuales durante la fase que podríamos llamar prerrepublicana. Todavía con un Gobierno provisional presidido por Alcalá Zamora -con Marcel·lí Domingo, ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes-, en junio de 1931 se publica un decreto en el que se declaran 897 monumentos nacionales y se establecen diversas disposiciones no sólo para evitar la expoliación y los malos usos, sino para garantizar la conservación, la restauración y el estudio científico con un contundente método de control bajo la responsabilidad de especialistas nombrados por el ministerio. Es el paso fundacional de una nueva política de patrimonio que se desarrollará a lo largo del primer bienio republicano. Con los ministerios de Fernando de los Ríos y Francisco Barnés, esa política alcanza toda su envergadura con la aprobación de la Ley del Tesoro Artístico, adecuada a los principios establecidos en la reciente Constitución, complementada con una serie de medidas administrativas para asegurar la eficacia de su gestión. Como dice Julián Esteban, la estructura de los órganos encargados de la conservación del patrimonio obedecía a la organización de un Estado moderno: órganos políticos, como el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes; órganos consultivos, como el Consejo Nacional de Cultura y la Junta Superior del Tesoro Artístico; patronatos y órganos técnicos que permitían la participación de profesionales e intelectuales que ya habían mostrado su interés y sus conocimientos en los debates políticos prerrepublicanos y que habían conseguido los primeros intentos de salvaguarda patrimonial. Es realmente sorprendente y aleccionador ver desde la actualidad la emergencia e incluso la cohesión de una ciudadanía representativa, abocada al entusiasmo de la labor pública. Los arquitectos, los historiadores y los artistas fueron llamados a potenciar un sistema que ya se había presupuesto tímidamente en 1929: la división del territorio del Estado en seis zonas de actuación, cada una bajo el mando de un arquitecto conservador, nombrado según sus méritos personales y no incluido en el funcionariado. Esos arquitectos se mantuvieron con escasas adecuaciones hasta la Guerra Civil: Ferrant, Ríos, Martorell, Moya, Gutiérrez Moreno, Torres Balbás. A ellos se deben las distintas actuaciones patrimoniales del periodo y la creación de un ámbito profesional especializado en la restauración, aunque ahora algunos de sus resultados puedan discutirse atendiendo a puntos de vista más actuales o quizá a unas tendencias hacia polémicas subsidiarias. Julián Esteban dedica buena parte del libro a analizar la obra de esos arquitectos conservadores, lo cual es una aportación relativamente nueva, en la bibliografía bastante abundante sobre el tema, con estudios más generales, como los de Javier Tusell, Isabel Ordieres, Raquel Lacuesta, Antoni González y Alicia Altet, todos ellos debidamente referidos en este libro.
Este periodo de actividad intensa se frena durante el segundo bienio -el llamado Bienio Negro-, marcado por los gobiernos de derechas que se impusieron con las elecciones de 1933, hasta el extremo de que en 1935 se suprime la Dirección de Bellas Artes, después de unos titubeos políticos que comportan la presencia sucesiva de nueve ministros de Instrucción Pública a lo largo del tumultuoso bienio. Pero la política se recupera con el triunfo del Frente Popular aunque en circunstancias contradictorias y anormales: muy pronto, a partir de julio de 1936, en vez de preocuparse de la restauración del patrimonio existente, hay que intentar salvarlo; primero, de la destrucción masiva producida por las avalanchas revolucionarias crispadas por el alzamiento militar, y luego, de los bombardeos de esos mismos militares alzados contra la República. Aquí empieza, desgraciadamente, otra historia, sobre la que se han publicado ya bastantes investigaciones y se ha precisado mucha documentación. El libro de Esteban, al hablar de este periodo, se concentra especialmente en el episodio de Madrid y hace escasas referencias a Cataluña. Esa ausencia es bastante general en todo el libro, a veces justificada por la autonomía de las políticas catalanas establecidas o previstas en el Estatuto y, por tanto, consideradas fuera de ámbito geográfico. Menos mal que el episodio bélico de la defensa del patrimonio catalán dispone ya de una bibliografía abundante, aunque sea quizá demasiado dispersa. No obstante, hubiera sido interesante profundizar -y ofrecer comentarios críticos- en el análisis de esa descentralización territorial e incluso plantearla como un hecho especial -con sus ventajas e inconvenientes- de la política republicana en la defensa del patrimonio.
Oriol Bohigas es arquitecto.
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