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Columna
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Los armarios

De algún modo, me digo, todos vivimos dentro de un armario. Hay que perderle el miedo a los armarios y hablar de los armarios y orear los armarios. Los armarios son útiles. Roperos, empotrados, de tres cuerpos. Una casa sin su correspondiente dotación de armarios es una casa coja, una casa vacía, un hueco inútil. ¿Dónde se mete uno si no es en el armario? Nuestros disfraces (los trajes que nos hacen y los zapatos que nos identifican) tienen en el armario su morada. Los armarios son lugares seguros. Son sitios confortables no solamente para los zapatos. Pío Baroja, que vivió buena parte de su vida metido en el armario de su misantropía y sus prejuicios, comentaba el placer que sentía cuando estaba en la cama, bien arropado, y escuchaba llover en la calle y pensaba en la gente que no tenía zapatos ni, por supuesto, armario donde guardarlos. Lo recordaba Rafael Azcona en una de sus últimas entrevistas. La cama de Baroja era un armario de madera impermeable.

El del nacionalismo ha sido en los últimos 30 años un amplio, cálido y confortable armario

Pienso en las elecciones generales últimas y en las muchas lecturas que se hacen todavía de los resultados y pienso en los armarios. Inevitablemente pienso en los armarios. Pienso en los resultados del PNV en Euskadi y pienso en los armarios. No dejo de pensar en los armarios. El del nacionalismo ha sido, sobre todo en los últimos treinta años, un amplio y cálido y confortable armario. El del nacionalismo, pienso, ha sido para muchos el refugio ideal, el perfecto escondite, la guarida perfecta, el puerto más seguro. Si no hubiese existido, los vascos hubiéramos tenido que inventarlo, encargarlo, fabricar un armario similar, un armario de grandes dimensiones, con baldas y cajones y toda clase de huecos transversales (la transversalidad no puede faltar en los armarios).

El del nacionalismo, sin embargo, no es el primer armario. Desde el abrigo prehistórico al partido político actual se han fabricado toda clase de armarios. El gran armario de la religión tiene unas dimensiones sobrenaturales y ese es, en puridad, su mérito mayor. Hay cristianos de fondo de armario, pero la mayoría de los habitantes de ese espacioso mueble descansamos en perchas muy frágiles. Dentro del gran armario de la religión se han refugiado, a lo largo de siglos, desertores (y soldados también) de todas las batallas. A veces el armario, hay que admitirlo, es la única salida. Durante varios siglos la única salida para muchos estuvo en el armario de la religión.

Tras la Guerra civil española el gran armario, además de la Iglesia, era el partido único, la Falange enganchada al vagón del tradicionalismo. La entrada en el armario falangista fue masiva, tumultuosa y obscena. Y también entre pícara y obscena fue la entrada de muchos ciudadanos, cuando la Transición, al armario de un nacionalismo que se les presentaba como el mejor refugio o el mejor trampolín para medrar, ejecutar negocios, obtener canonjías o ser bien vistos únicamente por cambiarse el nombre y sacarse un carné. Pero tarde o temprano los armarios, a medida que se hacen incómodos o inútiles, se van vaciando. Y la culpa no es de los armarios. ¿Alguien puede creer que un país como España, al día de hoy, es cien por cien católico? ¿Alguien puede creer que el País Vasco, como piensa Ibarretxe, está lleno de vascos nacionalistas que darían la vida (o algo de su dinero duramente ganado) por la lengua que no hablaron sus padres ni quizás sus abuelos y que se estremecen contemplando un aurresku? Don Miguel de Unamuno escribió una novela, San Manuel Bueno, mártir, que podría ilustrar este asunto. España no se rompe. Se rompen los armarios.

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