Basora se muere de sed
Naciones Unidas alerta de que la segunda ciudad más poblada de Irak sólo tiene agua potable para dos días
En El mundo que viene H. G. Wells imaginó Basora como la capital del mundo tras el colapso de la civilización. Hoy, después de tres décadas de guerras sucesivas, encarna más bien ese hundimiento. Las imágenes de la ciudad son inmisericordes: edificios destruidos por el impacto de los proyectiles de mortero, coches ardiendo y hombres enmascarados como única forma de vida. Pero lo peor es la falta de agua potable y el olor que desprenden las cloacas abiertas en que se han convertido sus canales.
Atrapados en los combates entre el Ejército y la milicia del Ejército del Mahdi, los 3,2 millones de habitantes de la provincia de Basora sólo tienen agua potable para dos días más, según alertaron ayer la ONU y el Comité Internacional de la Cruz Roja. Esa emergencia se suma a unas condiciones de vida que no sólo no mejoraron tras la invasión anglo-estadounidense de hace cinco años, sino que para la mayoría de sus residentes han empeorado. La decadencia de su ciudad se hace más dolorosa cuando se rememora su pasado de esplendor.
A medio centenar de kilómetros del golfo Pérsico, el campamento que estableció el califa Omar en el año 637 estaba destinado a convertirse en un importante centro comercial y marítimo. Para el siglo XVI, Basora ya se había hecho con un nombre en el mapa. Su situación estratégica en la orilla oeste del Chat el Arab y en la ruta de los árabes hacia Extremo Oriente le hizo entrar también en el terreno de la leyenda. De allí partió Simbad el Marino hacia sus aventuras por los siete mares en Las mil y una noches.
El puerto, la única salida de Irak al mar, recibía especias y sedas, y facturaba oro y dátiles. Pero tan importante o más que el comercio, era el contacto que abría con el mundo exterior. La riqueza que generaba atraía a filósofos, poetas, historiadores y teólogos que hicieron de la ciudad un foco de cultura. Una herencia que se prolongó hasta bien entrado el siglo XX.
La guerra contra Irán en los años ochenta le asestó una puñalada mortal. Luego las sanciones por la invasión de Kuwait (1990) y la revuelta chií (1991) fueron deteriorando la ciudad día a día. Sus infraestructuras quedaron abandonadas por un Gobierno central que recelaba de su población.
Los canales, que algunos poetas iraquíes compararon con los de Venecia, se llenaron de basura. Incluso su palmeral, el mayor del mundo, se resecó.
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