La fiesta moderna
La plaza de la Maestranza, como cada año, de dulce. La expectación, por las nubes; los tendidos, a rebosar, y la reventa..., sólo para el bolsillo de los de la lista de Forbes.
Pero los toros, ay, justísimos de todo: de hechuras, de pitones, de fuerza, de casta y de bravura; y sobrados de dulzura y bondad. Vamos, una birria. Y justito, muy justito, también, el toreo, la emoción y el triunfo.
Éste es el sino de la fiesta moderna: cuanto más se llenan las plazas de público triunfalista, más recortaditos y suaves se eligen los toros, y menos pasión se palpa.
Ayer, por ejemplo, no se le puede poner un pero a la actuación de El Cid. Es un torero cuajado, maduro y artista. Toreó bien con el capote y la muleta y mató a sus dos toros con soltura y brevedad. Una orejita cortó, con todo el respeto, pero sólo una orejita. Y el caso es que basó la faena a su primer toro sobre la mano zurda y consiguió varias tandas largas y perfectamente ligadas con el de pecho. Entendió a la perfección a su oponente y se mostró sobresaliente de conocimientos, pero su labor no emocionó porque aquello, más que una pelea a ley entre un toro bravo y un torero valiente, era como un niño jugando con un toro de peluche.
Zalduendo / Ponce, El Cid, Talavante
Enrique Ponce: silencio; silencio.
Manuel Jesús El Cid: oreja; gran ovación.
Alejandro Talavante: silencio; silencio.
Plaza de la Maestranza. 23 de marzo. Lleno.
Y si dulce fue la embestida de ése, almíbar llevaba en su corto recorrido el quinto. Perfecto el torero, pero lo suyo era un toreo de salón, sin alma. Si jugó con el segundo, a éste lo acarició. Y las caricias, ya se sabe, sólo emocionan a quien las recibe. Cuando el animal expiró, pocos pañuelos asomaron. Y mira que había toreado bien El Cid, pero de salón.
De salón sabe mucho Enrique Ponce, inteligente donde los haya, técnica pura y cabeza privilegiada. Le tocó el peor lote. A sus dos toros los estudió concienzudamente, mostró las escasas condiciones de ambos, robó algunos naturales a su primero e intentó frenar las huidas del manso cuarto. Toda una lección de un catedrático; sólo que aquello no era una clase, sino un espectáculo al que el público acude para divertirse. Y diversión hubo poca.
Y el que menos divirtió fue Talavante. Tampoco es que su lote fuera para tirar cohetes, pero el torero se mostró como anodino, muy envarado, tosco, con la muleta retrasada y con la impresión de que nunca se empleó a fondo. Muy acelerado, con muchas ganas de acabar a su parado sexto. Por cierto, este toro lo brindó al público y sólo él sabrá por qué. Porque se suelen brindar los toros de triunfo y ése, sobre el papel, no lo era. También El Cid brindó su primero, y unos entendidos afirmaban que lo hacía por respeto a Sevilla, y otros, porque venía a triunfar. Y la verdad es que cortó una oreja; de poco peso, pero oreja.
Se acabó la primera función de la fiesta moderna. Toros que producen lástima; tendidos que creen que la diversión es que toque la banda de música, y toreros muy cómodos que buscan el triunfo en la lotería de una ganadería comercial con el deseo que toque la flauta de un toro encastado, noble y que permita el toreo de hoy. Mientras eso ocurre, suceden tardes como la de ayer, preciosa de luz y mujeres guapas, pero triste y fea por falta de toros bravos y toreros valientes y artistas.
Babelia
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