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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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El corazón negro del banjo

Diego A. Manrique

La pregunta tiene truco: ¿hay instrumentos inocentes o culpables? Antes de responder, recordemos que cada instrumento nos llega cargado de evocaciones, de historia reciente o antigua. Alguien puede sentir escalofríos con el noble sonido telúrico de la txalaparta vasca si conoce las ceremonias con que el entorno etarra honra a sus gudaris. Aparte, los instrumentos no carecen de sexo. Los Pet Shop Boys despreciaron durante décadas las guitarras eléctricas, que identificaban con el rock heterosexual y su cultura machista. Y escasean las mujeres que tocan las distintas modalidades del saxo.

En Estados Unidos, los músicos negros rechazan el banjo, a pesar de que desciende de instrumentos del África occidental, el xalam o el ngoni. Hasta el nombre viene de allí: es el de una madera de Senegal, utilizada para el mástil. Aquellos banjos primitivos (o su mera idea) viajaron en los barcos negreros. Desde el siglo XVII, hay referencias escritas de esclavos tocando el banjo en las Antillas. Arraigó especialmente en el sur de Estados Unidos, donde empezó a fabricarse industrialmente hacia 1880.

En el siglo XXI, el banjo suena a victoria moral, a última carcajada del esclavo triunfante

Creció y se multiplicó: hay banjos de cuatro, cinco y seis cuerdas; existen híbridos con mandolina, guitarra o ukelele. Sin embargo, perdió el favor de los instrumentistas negros. Aunque estaba en las primeras agrupaciones de dixie -los arrolladores Hot Five de Louis Armstrong- y en las jug bands, no viajó a las ciudades norteñas y fue olvidado cuando el jazz evolucionó. Tampoco encontró acomodo en el blues urbano.

Para decirlo claramente, era identificado con el "enemigo" ancestral: el blanco sureño. El banjo se introdujo en el tejido social de los Apalaches, donde se gestó la hillbilly music; se convirtió en instrumento emblemático del bluegrass, con prodigiosos solistas de velocidad vertiginosa. Sin embargo, también se usaba para cantar viejas baladas. Y muchas de ellas ni venían de las islas Británicas ni eran inocentes.

Pienso en Oh, Susanna, la pieza más universal de Stephen Foster, el gran compositor estadounidense del XIX. A primera vista, es la crónica de una obsesión amorosa: "Vengo de Alabama / con mi banjo en las rodillas / voy hacia Luisiana / a ver a mi verdadero amor". Como tal, fue grabada por James Taylor o Carly Simon. Pero ambos prescinden de la segunda estrofa, donde el protagonista fanfarronea sobre los peligros que ha superado: "Y maté a quinientos negrazos". En verdad, "negrazo" no atrapa todos los odiosos matices de nigger.

Foster trabajaba para los minstrel shows, populares antes y después de la Guerra de Secesión. Espectáculos que se burlaban de la población negra: actores blancos se tiznaban caras y manos con corcho quemado para parodiar canciones, bailes, comportamientos de esclavos y libertos. Y nunca faltaba el banjo. Oh, Susanna estaba destinada a esos cómicos de sal gruesa.

Esas aberraciones explican el misterio de la desaparición del banjo de la música afroamericana en los últimos 70 u 80 años, precisamente cuando ésta ha conquistado el mundo, contagiándonos su expresividad y sensualidad. Sólo se me ocurre una figura destacada que lo haya usado, Taj Mahal. Y no es precisamente representativo, tanto por sus raíces caribeñas como por su insólita querencia retrospectiva: la música negra, hasta tiempos recientes, rechazaba la nostalgia, ya que sus "viejos tiempos" fueron "malos viejos tiempos".

Sin embargo, ahora se detecta una voluntad de recuperarlo. En Recapturing the banjo (Telarc / Énfasis), Otis Taylor ha convocado a bluesmen jóvenes: Corey Harris, Keb' Mo', Guy Davis, Alvin Youngblood Hart, Don Vappie. Todos cantando y tocando el banjo, con un repertorio agrio: Ku Klux Klan, sheriffs blancos, dramas de amor y violencia. En línea más purista y risueña, brillan los Carolina Chocolate Drops, dos chicos y una chica que debutan con Dona got a ramblin' mind (Music Maker). A través de su biografía, me entero de que se formaron en -asombroso- una reunión de tocadores negros de banjo, que se celebró en el Piedmont, esa zona de los Apalaches donde el aislamiento de los valles permitió la supervivencia de tradiciones olvidadas.

¿Y cómo suena el banjo en manos de músicos negros del siglo XXI? Suena a victoria moral, a la última carcajada del esclavo que perdió su libertad, pero impuso su concepto del ritmo.

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