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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Nuestra Babilonia

Manuel Rodríguez Rivero

La exposición sobre Babilonia inaugurada la pasada semana en el Louvre, y que más tarde podrá contemplarse en el Pergamon y en el British Museum, renueva la fascinación que la milenaria ciudad ha suscitado desde sus mismos orígenes perdidos en un tiempo anterior a la Historia. Una atracción tan poderosa que ha afectado incluso a sus más acérrimos enemigos, como aquel Jeremías (51, 7) que profetizaba su destrucción al tiempo que la llamaba "cáliz de oro en manos de Yahvé" con cuyo vino los pueblos se embriagaban y enloquecían. No es de extrañar, por tanto, que al menos durante unos meses -ahora las fascinaciones duran el tiempo de un suspiro- los europeos experimentemos con mayor o menor intensidad una epidemia de babilomanía.

A la vez ciudad real y mito en que se reflejan ancestrales anhelos y terrores, Babilonia forma parte de un imaginario que, alimentado por antiguos textos sagrados, innumerables crónicas de viajeros o desgarradores debates religiosos, se ha manifestado con fuerza en la alta y baja cultura, desde el arte del helenismo hasta el cine (Griffith, los hermanos Taviani). Babilonia es en cierto modo sinónimo de la primera civilización, la que derrotó la naturaleza fecundando con agua canalizada la tierra baldía; la que nos proporcionó la escritura -aunque sólo fuera en su origen para inventariar mercancías que la memoria ya no podía recordar- y la que difundió por el mundo una cultura deslumbrante y mitos literarios (la Epopeya de Gilgamesh) de asombrosa fecundidad.

También existe otra Babilonia, sinónimo de corrupción, despotismo y crueldad: "Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y llorábamos acordándonos de Sión", recuerdan los cautivos en el salmo 137, popularizado por el grupo pop Boney M a finales de los setenta. Babilonia es, pretendidamente, el sitio maldito de Babel, en que los hombres -como haría luego Prometeo- se atrevieron a desafiar a un Dios rencoroso, construyendo "una ciudad y una torre que tenga la cabeza en el cielo y que nos haga nombrados" (Génesis, XI). Babel es el lugar del castigo y de la horrorosa confusión: allí perdimos nuestra lengua común y fuimos dispersados en naciones. La primera caja de Pandora.

Babilonia, la puta del Apocalipsis (y de Fernando Vallejo), la que Durero representó como cortesana veneciana y los luteranos asimilaron a la Roma papal, ha sido la idea predominante de la ciudad en las épocas milenaristas, al tiempo que su gran rey Nabucodonosor II, constructor de las puertas de Ishtar y de los jardines colgantes, se convertía en sinónimo del demonio. Babilonia, sin embargo, ofrece otros rostros menos terribles: el Renacimiento y las Luces la identificaron con el poder del hombre y de su razón. Incluso con la solidaridad de los pueblos (todos juntos construyendo la Torre) y con el Progreso sin límite. Al menos hasta que el pesimismo romántico quiso volver a ver en ella -identificada ahora con el rostro más sórdido de la Revolución Industrial- el epítome del desarrollo incontrolado y de la culposa coexistencia de lujo y miseria.

La antigua ciudad es un símbolo inagotable. Frank Lloyd Wright diseñando una nueva Babilonia de mil y una noches hollywodienses en honor de Harum Al Rachid; Sadam Hussein, identificado con Nabucodonosor, inscribiendo su nombre en los ladrillos que iban a reconstruir la "gloriosa" capital, quizás para convertirla en una especie de parque temático a su mayor gloria; los marines de la Primera Fuerza Expedicionaria utilizando el sitio arqueológico como rampa para helicópteros. Babilonia de los acadios y de Alejandro Magno. De Herodoto y de las utopías de Athanasius Kircher. Babilonia del Apocalipsis y de los sucesivos invasores, desde los amorritas hasta la gran coalición de 2003. Una Babilonia para cada época. También nosotros podemos tener la nuestra: sólo hay que elegirla.

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