Ni más España, ni sólo Cataluña
El efecto 'tramontana' causado por los resultados del PSC no se explica sólo por el miedo al PP y por la bipolarización. Ese partido refleja con mayor precisión las identidades compartidas de los catalanes
Cataluña es un hervidero. Al minuto del 9-M, el PP regional y Esquerra se instalaron en la crisis, por contraste con el exultante socialismo catalán. ¿Por qué la victoria del PSC se ha convertido en una auténtica tramontana?
Porque ha despedazado las expectativas. Luchaba contra el caos ferroviario y eléctrico. Desafiaba la prevención ante la previa acumulación de poder (hegemonía municipal; control de la Generalitat; presencia en el Gobierno), entre unos ciudadanos reticentes a poner todos los huevos en la misma cesta. Pugnaba contra el escaso entusiasmo que el Ejecutivo autonómico suscita, aunque se respete la espartana solidez de su presidente, José Montilla. Se enfrentaba a la suposición de que tras Pujol y Maragall, Cataluña carece de liderazgo y de rumbo. Y se batía contra el mito periodístico de que se multiplica el fenotipo del català emprenyat, irritado y nihilista.
Para muchos catalanes, la forma genuina de ser español es ser catalanista, y a la inversa
CiU se mantiene. Contar con ella, sin obscenos cambios de cromos, centraría la legislatura
Y porque ha roto todos los techos, con resultados apabullantes, que ya se verá si sabe gestionar, o le asfixian de éxito. Cosecha el récord histórico en votos absolutos (1,67 millones, frente a 1,57 en el 1982 de Felipe González), lo iguala en números relativos (45%) y en diputados (25, pero ahora sobre 169 y entonces sobre 202). Duplica de largo a CiU y casi triplica al PP. Es el único de los cinco partidos parlamentarios (el sexto, Ciutadans, quedó desarbolado) que aumenta su apoyo respecto a 2004 (86.000 nuevos votos, casi seis puntos). Avanza en las cuatro circunscripciones. Obtiene cuatro de los cinco diputados adicionales socialistas. Y acentúa hasta 18 escaños (antes, 15) la distancia con el PP.
¿Cómo se explica el abismo entre expectativas y resultados? Se ha subrayado que éstos son tributarios del miedo al PP, inductor del voto útil; y de la bipolarización, que perjudica a los partidos pequeños. Cierto, pero insuficiente. Y si es cierto, también lo será que el PP infunde miedo a este paisanaje. No por criticar el Estatut, tarea legítima, sino por convertirlo en banderín de cruzada anticatalana, de enfrentamiento entre territorios, con pseudorreferendos aderezados de boicoteos al cava e insidias en pro de una Endesa "antes alemana que catalana": el 9-M ha sentenciado que no todo vale, que ese tiro ha salido por la culata, que no se puede ganar en España guerreando contra los catalanes. Este miedo ya apareció en 2004, pero entonces lo capitalizó Esquerra, que pasó de uno a ocho escaños. Algunos minimizan las cifras evocando el miedo como síndrome despreciable: pero no es así, es algo demasiado humano. Lo lamentable es doblegarse a él, no dominarlo, no reaccionar.
Polarización, también. Pero ésta no es sólo cosa de dos, y algún tercero (CiU) la resistió. Muchos votos de los minoritarios recalaron en el socialismo, sí, pero otros tantos se quedaron en casa, en la abstención: así, Esquerra perdió 80.000 de sus anteriores papeletas en Barcelona-ciudad (350.000 en Cataluña), sin que nadie los recogiese. El descalabro republicano es también consecuencia de su eterna pubertad: apoyo férreo al Estatut, dudas, y negación del mismo, todo en pocos días; episodios desestabilizadores del Gobierno al que pertenece, y al que fustiga en la calle; asambleísmo que centrifuga confianzas. Y pespuntea el fracaso en su pretensión de reemplazar a los convergentes como primer representante del nacionalismo y capitán del lobby territorial en Madrid. Sus votantes han decidido no esperar a que madure.
Si con lo anterior no se agotan las explicaciones, habrá que destacar también el buen cartel del presidente Zapatero en el Principado, la funcionalidad de la campaña, el buen desempeño de la candidata Carme Chacón (en el reverso de su primer aterrizaje como ministra)... Tampoco todo eso explica el alcance de lo obtenido por el PSC. Probablemente obedezca a una realidad más profunda: ese partido encarna hoy, con mayor precisión que los demás, la realidad sociológica e identitaria de una gran mayoría de catalanes. Una realidad dual, compartida, superpuesta: es el único partido al que éstos reconocen al mismo tiempo como incuestionablemente español e inequívocamente catalán... y catalanista. Lo que le otorga ventaja frente a quienes pretenden, desde los dos nacionalismos enfrentados (el catalán y el español) disociar esa adscripción compleja: será que ese disociar se percibe como desgarrar, renunciar, empobrecer, y el personal no está por la labor de autorrecortarse. Por eso la familia nacionalista en su conjunto (convergentes y republicanos) ha perdido ocho puntos porcentuales, dato clave. Harían bien, pues, los reduccionistas en tratar de entender y no dejarse atrapar por las vísceras. Quienes desde el centralismo imputan al socialismo catalán perfil y vocación nacionalista, deberían recordar que todo nacionalismo sueña con Estado propio, algo que jamás planteó ese partido, ni figura en su ADN. Y quienes, desde el separatismo, le califican de mera sucursal del PSOE deberían preguntarse a la luz del 9-M si es que los componentes de la Nación han renegado de ella; o si deben cambiar de gafas. ¿Cuesta tanto entender que para muchos catalanes la forma política genuina de ser español sea ser catalanista y la manera de ser catalán es ostentar sin reparos la ciudadanía española?
Al cabo, la traducción de lo anterior consiste en que la calle identifica al partido ganador como la encarnación más precisa del Estado de las autonomías cristalizado en la Constitución. La urna, en Cataluña, estaría así, como adivinan las encuestas, predominantemente a favor de ambos polos de la expresión (y de que evolucionen), no de uno solo en exclusiva. A favor, pues, tanto de la existencia del Estado como del perfeccionamiento de las autonomías. Dicho en breve: ni más España, ni sólo Cataluña.
Quien rompa ese delicado equilibrio también existente entre la E del psoE y la C del psC, arruinará ambas letras. Quien desde Madrid confunda legitimidades emergidas desde convocatorias de distinto alcance; pretenda imponer, en vez de conjugar, los intereses de la estabilidad del Congreso por encima de los del Parlament; o en aras del loable objetivo de involucrar a los nacionalismos moderados en la gobernabilidad, interfiera (y no sólo influya) en la composición del Gobierno de la Generalitat, mediante obscenos cambios de cromos (Mas por Montilla; Duran por Moratinos) erosionará ambos polos.
Y quien desde Barcelona obstruya la deseable complicidad de la derecha moderada periférica en el diseño de una legislatura más centrada y menos crispada, lo que incentivaría además a la derecha montaraz a bajar al llano; quien ignore que en un Estado compuesto (como en Alemania) las coaliciones pueden ser de geometría variable (entre länder y Gobierno federal), caerá en error inverso, pero simétrico. Hay margen para escoger entre distintas combinaciones pactistas y evolutivas, aunque resulte arduo y contradictorio fraguarlas: acuerdos de investidura, pactos estables de legislatura, coaliciones gubernamentales... O la fórmula francesa, lo más novedoso que ha aportado Nicolas Sarkozy a su país: Gobiernos de "apertura", que incorporan técnicos o políticos de calidad, de otras ideologías o partidos, al Ejecutivo y otras instituciones. Por eso el escenario catalán (y su reciente historia de aciertos y errores) quizá sirva de laboratorio para una gobernanza menos ruda y más sofisticada.
Al cabo, si en el paisaje catalán Esquerra e Iniciativa tienen aún mucho que decir, no sucede lo mismo en el tablero español. En éste, el nacionalismo de centroderecha se mantiene. Pese a su continuado declive (desde sus 1,16 millones de votos en 1996 y sus 18 diputados en 1989, ha perdido casi 400.000 votos y ocho escaños), salva los muebles al igualar los diez diputados de hace un cuatrienio. Porque el democratacristiano Josep Antoni Duran Lleida ha impuesto su mensaje pluriidentitario al de la jaula de grillos soberanistas del pospujolismo. Y su oferta de moderación va como anillo al dedo de una extendida demanda social que anhela moderar el clima, centrar las políticas, pluralizar los esquemas de gobierno. Contar con CiU no implica doblegarse a sus exigencias táctico-mercantiles. Ni despreciar sus propuestas programáticas. Significa ser fieles al espíritu de la Constitución, que quiso involucrar no sólo en la democracia, sino en el poder democrático, a quienes sustentan distintas visiones de lo que ha de ser España.
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