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Análisis:
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

'El principito' y la Luftwaffe

Jacinto Antón

Un piloto de Messerschmitt Bf-109 con apellido de siniestras resonancias (Rippert) ha anunciado que es el responsable de la muerte de Saint-Exupéry. "Lo abatí yo", ha dicho con el tono de quien reconoce que en su inconsciente adolescencia mató a un ruiseñor a pedradas. Sabíamos que el piloto escritor se había estrellado en el mar -habían aparecido los restos de su aparato en las redes de los pescadores-, pero no la causa. Acaso un infarto, problemas con la máscara de oxígeno o suicidio. Finalmente, resulta que lo cazaron.

Ningún derribo puede ser tan poco honorable, tan triste. Saint-Exupéry era ya un piloto viejo, veterano de Aéropostale, de los Andes, del norte de África, cubierto de heridas: había caído tantas veces, en el Sáhara en 1935, sobre las arenas doradas -por las que hubo de caminar durante días-; en Guatemala, en 1937, sobre la selva. No creía en la heroicidad de la guerra ("la guerra no es una aventura, es una enfermedad, como el tifus", decía).

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"Yo disparé al avión de Saint-Exupéry"

Su mirada a través del cristal de la carlinga no era la de uno de esos sanguinarios cazadores, young bloods, aves de presa ansiosas de pintar marcas de aviones enemigos en su fuselaje. Saint-Exupéry, en misión de reconocimiento, no buscaba rivales, volaba, se fijaba en el sol, en el viento, en las estrellas, en la disposición de las nubes y en las extrañas formas que éstas adoptan. Inventaba historias, soñaba. No albergaba demasiadas esperanzas sobre su futuro.

Cuando el depredador alemán lo encontró sobre el Mediterráneo, no tuvo más que colocarse a su espalda y apretar el disparador de sus cañones. Una presa fácil. Súbitamente arrebatado del cielo, Saint-Exupéry cayó, su Lightining P-38, una estrella fugaz, plata ardiente siseando al encontrarse con el mar.

Hay algo que nos conmueve en la caída de todo aviador -criaturas del aire desprendidas de su elemento, revelada su fragilidad-. Richtofen cayó, cayó Douglas Bader -el legendario piloto sin piernas de la RAF-; cayó sobre su amada África Dennis Finch-Hatton, el amante de Karen Blixen, en un aeroplano Gipsy Moth igual que el del conde Almásy de El paciente inglés. Cayó sobre el ignoto Pacífico la bella Amelia Earhart -su misterio aún no ha sido desvelado-. Alas efímeras. Ícaros todos. Pero ninguno como Saint-Exupéry, porque con él viajaban la poesía, los baobabs y las rosas. Y ese pequeño príncipe que le salvó una vez de las dunas, pero no pudo nada contra los crueles proyectiles de Horst Rippert y la negra sombra de la guerra y de la Luftwaffe.

Ilustración de Antoine de Saint-Exupéry para su obra <i>El principito.</i>
Ilustración de Antoine de Saint-Exupéry para su obra El principito.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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