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Columna
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Ganas de hablar

Eduardo Mendicutti acaba de publicar otra buena novela, Ganas de hablar (Tusquets), en la que conduce al lector, entre sonrisas, risas y soledades, al corazón de la experiencia humana, un territorio obligado a latir, a soportar las contradicciones personales y los vértigos de la historia. Con el telón de fondo de Sanlúcar de Barrameda, un homosexual de más de 70 años nos cuenta su vida, habla, no para de hablar, con él mismo, con una hermana enferma que ni siquiera puede contestarle, con un cura moderno, con un travesti llamado la Fallón, con algunos jóvenes, con algunas clientas y con su pasado. Es lógico que la novela casi se convierta en un largo monólogo interior, porque su protagonista, Cigala, no sólo ha tenido que callarse muchas cosas durante años, sino que también tuvo que aprender a hablar por los codos, porque a veces la mejor forma de morderse la lengua, de guardar los secretos y las humillaciones, es no cerrar la boca, agarrarse día por día a las palabras, flotar en el vocabulario con el apoyo de los chistes, las ocurrencias y los cotilleos. Suele ocultarse una herida íntima y un dolor pesado en la simpatía dicharachera de las mariquitas más extrovertidas. Mientras aguantaba los desprecios de su padre y las habladurías totalitarias de la posguerra franquista, Cigala pudo dedicarse a la manicura y convertirse en una institución entre las señoras bien de un pueblo andaluz, en el que la pobreza convive con los veraneos de las familias nobles, los recuerdos duros de la represión con la elegancia de las carreras de caballos y los dogmas clericales con señores de gran fortuna vinícola que mantienen al mismo tiempo queridas y cofradías de Semana Santa. Como las cosas cambian con el paso de los años y la libertad civiliza las costumbres, el pleno municipal acuerda ponerle el nombre de Cigala a una calle. Los problemas empiezan cuando el homenajeado pide la calle Silencio.

La hondura de las narraciones de Eduardo Mendicutti se debe a su capacidad de unir la risa con la experiencia humana, la simpatía con el dolor. Se debe también a una inteligentísima capacidad de narrar y de matizar mientras narra. Que una parte del pueblo se oponga a la calle de Cigala, inventándose que el nombre antiguo se debe a la Cofradía del Cristo del Silencio, acaba importando menos que el poder de las contradicciones y la dignidad humana, obligada a definirse en cuanto la diferencia o el matiz se atreven a presentarse en público y pasear por la Plaza del Cabildo. La protagonista de la novela es la palabra, y no porque Eduardo sea un maestro en la reelaboración del lenguaje popular andaluz, sino porque la historia entra en matices cuando la palabrería es una forma de silencio, o cuando un oficio artesanal y clasista como la manicura permite una comunicación humana, impedida con frecuencia por la solitaria modernidad de internet, o cuando un cura moderno tiene un comportamiento más digno en sus confesiones que el adalid político de los homosexuales, más preocupado por su carrera que por los sentimientos de Cigala, o cuando un personaje humillado se solidariza por instinto con otras víctimas de la historia, gentes de idioma extraño que llegan a las costas de Cádiz en pateras, o cuando el lector, sea cual sea su condición sexual, se pone en la piel de Cigala, y sufre, y habla por los codos, y se dignifica al decir que no. Eduardo Mendicutti primero suele sacar de nosotros una carcajada, y después lo mejor que escondemos en nuestros sentimientos. Consigue reinventarse un pueblo que conoce bien, con sus personajes, sus dichos, sus viejas historias, y nos permite vivir en él, tomar decisiones sobre nuestro destino. Ganas de hablar es una novela muy recomendable en estos tiempos de palabras y vidas maltratadas, sobre todo ahora que llega la Semana Santa, con sus cofradías del silencio y del mayor dolor.

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