La utopía del cazador
Hace un tiempo escribí en esta columna que cada vez que oigo la palabra utopía me entran ganas de sacar el bazoka y disparar contra todo lo que se mueve. Hasta ahora, esa salvaje afirmación no ha provocado la menor protesta, lo que confirma las peores sospechas: esta columna no la lee ni Cristo; por fortuna yo no soy Cristo y todavía me leo, de manera que, como para conservar la salud mental es necesario contradecirse al menos tres veces al día, protesto.
No hay palabra más desprestigiada que la palabra utopía. Es, sin embargo, una palabra bonita. Cuando Tomás Moro la acuñó en el siglo XVI lo hizo a partir de dos palabras griegas: outopía, que significa "ningún lugar", y eutopía, que significa "buen lugar"; así que una utopía vendría a ser un lugar que todavía no existe y que sin embargo satisface nuestros sueños de bondad. Hoy ya nadie medianamente serio cree en eso: nuestros abuelos vieron cómo una tras otra todas las utopías en que creyeron acabaron provocando las peores matanzas de la historia, nuestros padres vieron cómo una tras otra se derrumbaban ante sus ojos y nosotros nacimos convertidos en unos descreídos; en cuanto a nuestros hijos, bueno, baste recordar que en algunas lenguas, como el inglés, la palabra utopía empieza a ser sinónimo de palabras como "air-built" (sin pies ni cabeza) o como "irrational". Por su¬¬pues¬¬to, no falta quien aún se aferra con desesperación a las antiguas y fracasadas utopías, o quien con la misma desesperación las ha sustituido por otras aún más antiguas -como la utopía religiosa o la utopía nacionalista- que desesperadamente quieren pasar por nuevas; ni falta, desde luego, quien sostiene con la mejor intención que sin utopías aún viviríamos en la edad de piedra, puesto que el progreso ha consistido en la realización de sucesivas utopías. Aunque numerosos y no carentes de peligro, los primeros poseen un aire irremediable de diplodocus; los segundos se equivocan, entre otras razones porque la edad de piedra no conoció la utopía, que es un invento de la modernidad destinado a sustituir el mundo ordenado por Dios que la razón se estaba cargando a martillazos. Así que aquí estamos todos, desengañados de todas las utopías, desengañados de los grandes relatos, de las grandes mayúsculas, de toda noción de progreso que no consista en dar pasitos minúsculos para no darnos el gran batacazo, más preocupados de no perder que de ganar, incapaces de creer en un lugar seguro y sin miedo que satisfaga nuestros sueños, ínfimos y aislados y riéndonos para no llorar de las grandes ilusiones de la modernidad. ¿Hay alguien medianamente serio que se atreva a discrepar?
"Estamos todos desengañados de las utopías, más preocupados de no perder que de ganar"
Zygmunt Bauman hace algo peor: en Tiempos líquidos sostiene que si no creemos ya en la utopía es porque vivimos en la utopía; es decir: en una utopía atroz; es decir: en una distopía. Bauman, un filósofo polaco que conoció la distopía hitleriana y la distopía estalinista, distingue entre jardineros y cazadores. Los jardineros piensan que no habría orden en el mundo si no fuese por sus cuidados y esfuerzos continuados; armados con sus conocimientos de horticultura, elaboran un diseño del jardín y lo llevan a la práctica, estimulando el crecimiento de las plantas adecuadas y arrancando y destruyendo las malas hierbas, que no cuadran con la armonía general de su designio. Por el contrario, los cazadores no se preocupan del lugar donde operan: su único propósito consiste en cobrar nuevas piezas; si un bosque se queda vacío, se trasladan a otro, y si en algún momento pasa por sus cabezas la posibilidad de que los bosques desaparezcan del planeta, no lo ven como una preocupación inmediata y en el mejor de los casos encargan a alguna asociación cinegética que se ocupe de ello. Los jardineros son los utopistas de la modernidad; los cazadores somos nosotros: según Bauman, vivimos en una extraña utopía sin final, agónica, compulsiva, adictiva, obsesiva, que consiste en la pura repetición de la caza, en la reiteración de un deseo depredador que no puede ser saciado, porque una pieza lleva a otra y ésta a otra y ésta a otra y así hasta el infinito, en una sucesión interrumpida de anhelos ensimismados que no permite averiguar en qué dirección o con qué sentido se avanza. Como saben los millones de malas hierbas que fueron eliminadas por ellos, no hay que hacerse ilusiones sobre los jardineros, pero tampoco hay que hacérselas sobre este tiempo rapaz que aspira a convertirnos en cazadores. No hay que hacerse ilusiones sobre el comunitarismo feroz de los jardineros, pero tampoco sobre el individualismo feroz de los cazadores. De hecho, no hay que hacerse ninguna ilusión, pero conviene recordar a Octavio Paz: aunque las respuestas de la modernidad fueran equivocadas, las preguntas siguen siendo válidas.
¿Tiene razón Bauman? Si la tiene, entonces dan ganas de volver a sacar el bazoka y disparar contra todo lo que se mueve. Si la tiene, entonces también la tiene Italo Calvino, quien hacia 1972 sostenía que ya vivimos en el infierno, que es el otro nombre de la distopía. Para Calvino había dos formas de no sufrirlo; una es fácil y consiste en aceptarlo e integrarse en él hasta dejar de verlo; la otra es difícil y consiste en averiguar, a base de esfuerzo y de atención, quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, "y hacer que dure, y dejarle espacio". Ustedes dirán.
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