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¿Podrán nuestras sociedades sobrevivir a tanto egoísmo, a tanta desmesura?
Columna
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Capitalismo sin límites

El capitalismo bajo esa denominación y con la elusiva, pero de casi idéntico contenido, de Economía de Mercado se ha extendido, sin compartir terreno con nadie y sin querer marcarse frontera alguna, por todo el planeta-tierra. El capitalismo se ha querido mundial y lo es.

Esta imparable expansión se ha operado desde dos grandes vectores: la modernización de las sociedades y la financiarización de la economía. La primera, en su doble declinación de desarrollo y bienestar, ha sido divisa de todas las propuestas políticas razonables, desde el liberalismo tranquilo hasta la socialdemocracia mansa. A ella se han apuntado la mayoría de los posibles candidatos a la travesía y en rada han quedado sólo las comunidades irrecuperables y los países con destino de náufragos. Entre las primeras, las congregaciones de la miseria moderna encapsuladas en el crimen, adobadas por la droga, entregadas al comercio de ocasión de las armas químicas y bacteriológicas a precios de saldo, celebrando gozosos las glorias de la inseguridad. Los segundos están sobre todo representados por los pueblos autóctonos: Tuaregs, Pigmeos, Lapones, Inuitas, Esquimales, aborígenes de Australia, Melanesios y un nutrido etcétera que superan los 350 millones de personas y forman un nutrido pelotón que sirve para todo. A los que hay que agregar la cohorte de los PMA, los Pueblos Menos Adelantados, que son los Estados-Nación que se sitúan en la cola por sus niveles de renta y en cabeza por necesidades insatisfechas: Etiopia, Burkina Faso, Bangladesh, etc.

Unos y otros sometidos a un proceso de destrucción cultural que hemos llamado desculturación, que ya advirtió Claude Lévi-Strauss en La Pensée Sauvage, destinados irremediablemente a la extinción y cuya única salvación posible era la transfusión occidental. Que supone el imperialismo del hombre blanco con la religión cristiana en su equipaje y la ciencia y la técnica como armas definitivas de su particular modernización. Gracias a las cuales se añadirá a la conquista política de los territorios, la conquista religiosa de las almas y la conquista económica de los comerciantes (el imperialismo de las tres M -Militares, Mercaderes y Misioneros- que nos señala Serge Latouche en La Planète uniforme (Climats, 2001), que acaban traduciéndose en la explotación expoliadora de la naturaleza.

Esa occidentalización modernizadora, más allá de la contradicción que supone el tradicionalismo moral de su componente cristiano, conlleva un fuerte impulso uniformizador en función del modelo económico único que representa el sistema capitalista. De lo que se trata no es de ser más sino de tener más, de consumir más de lo que ofrece el mercado mundial en bienes y servicios consumibles. Marx fue el primero que nos hizo ver que la mundialización, el mercado mundial es indisociable del capital, como lo es la omnimercantilización del mundo en el que todas las cosas son mercancías, comprables y vendibles, utilizables y alquilables, todas, bienes, servicios, cuerpos humanos, sangre, órganos, esperma, úteros; a disposición del comprador solvente en nuestra ciudad o, para esto está la mundialización, a 10.000 kilómetros de distancia. Todo es cuestión de precio.

Esta accesibilidad es sobre todo función del comercio internacional, que aumenta a razón del 5% anual mientras que el PIB mundial se limita al 2,5 % al año. En cualquier caso el ritmo de crecimiento de la producción e intercambio de las mercancías que son los productos y las personas se sitúan en niveles muy inferiores a la que es hoy la mercancía por antonomasia: el dinero. Bolsas, acciones, cotizaciones son los datos más relevantes de una actividad financiera que ha desplazado a la economía real. Pero en esta carrera desbocada es difícil imaginar cómo los mercados bolsísticos podrán continuar creciendo al 10% anual, cuando las tasas de crecimiento de las economías reales siguen oscilando entre el 2 y el 3%. Ni siquiera aunque se redujera la retribución del trabajo a cero.

El paradigma cardinal de los valores contemporáneos, el individualismo, nos viene tanto de la religión cristiana y de la valoración de la persona, recogida por Emmanuel Mounier en su personalismo, como de la exaltación de la soberanía del hombre en la Ilustración. Él es quien presidirá las prácticas de la economía liberal, liquidará toda dimensión social de la empresa, legitimará el enriquecimiento sin límite, la codicia sin fin, la voracidad, la búsqueda insaciable del provecho, el éxito personal como valor supremo. ¿Podrán nuestras sociedades sobrevivir a tanto egoísmo, a tanta desmesura?

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