Fue en la estación de metro de Catalunya
Sucede pocas veces, pero cuando ocurre se arma la grande. Fue una tarde en la estación del metro de Catalunya cuando el transeúnte, que normalmente camina ensimismado y a toda prisa, se dejó seducir por el ritmo salsero de músicos callejeros que convirtieron el vestíbulo principal del metro en un auténtico salón de baile.
Ya se escucha al vocalista, el saxofón y la guitarra que cantan: "Oye como va / Mi ritmo bueno pa goza Mulata...".
Un trío de chicas adolescentes con piercing en la nariz y mechas de colores se para frente al grupo y empiezan a mover suavemente la cadera como quien no quiere la cosa. Sus botas cubiertas de un abombado peluche siguen el ritmo de la música. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Contestan el móvil. Mandan un SMS. Cuelgan. Vuelven a contestar el móvil y un muchacho se les acerca para sacarlas a bailar. Se sonrojan y se escabullen. Les gana la vergüenza. Se esconden entre la multitud y cuando se sienten fuera de peligro, se asoman otra vez con una sonrisilla traviesa meneando tímidamente los hombros.
"Si tú no sabes bailar / Si estás peleado con el son / Sígueme marcando el paso y te aseguro que te va a saber sabrosón...".
Dos ejecutivos pasan y se plantan también en el jolgorio, se sueltan un poco la corbata, sólo un poco, tampoco que denote intenciones de lanzarse a la pista. Contorsionan la cabeza. Derecha. Izquierda. Derecha. Izquierda. La música sube de tono, en la interpretación de Chupito y sus Secuaces, un grupo callejero formado por colombianos, franceses, cubanos, canadienses y argentinos, que desde hace unos meses toca en el metro y otros sitios de la ciudad; atrayendo siempre al baile, pero pocas veces pachanga tan descomunal como esa tarde de febrero.
¡A sacudir la polilla! Un joven de aspecto afrocaribeño se aproxima a una mujer, la toma del brazo y se la lleva al centro.
"Esto se pone caliente / Esto se baila apretao / Cuatro pasito pa'l frente / Y un meneíto de lao...".
Pasito adelante. Pasito para atrás. Un, dos, tres, cadera. Un, dos tres, cadera. Vuelta. La mujer se deja llevar y le añade la cadencia que exige el ritmo. El hombre, quien dejó en el suelo una bolsa con material de construcción, conduce a la mujer como saben hacerlo los profesionales: una mano rozando la cadera de ella, mirando a un punto fijo y con un sutil movimiento le indica el momento de la vuelta. Quizá no es el rey de la construcción, pero en ese instante es el rey de la salsa. Ella contonea las caderas sin piedad y al momento de la vuelta suelta una carcajada nerviosa. Una, dos, tres vueltas. La gente aplaude. Dos parejas se arrojan a la pista y se prende el guateque. ¡Sí señor!
Ya se juntan los turistas que llegan con las bolsas de las rebajas y las cámaras de fotografía colgadas al cuello, llegan también las madres con sus hijos sujetándolos del brazo, los niños jalan sus maletas del cole y se quedan impávidos con el bailongo. El vigilante del metro deja de supervisar la máquina comebilletes para echar un vistazo al usuario, que esa tarde se ha desfogado. Cruzan una, dos, tres personas. Se detienen unos minutos y continúan su paso hacia el tren meneando el cuerpo.
Son las siete de la tarde de un martes. El vestíbulo del metro está completamente tomado por mirones y bailadores, que, después de una larga y tediosa jornada laboral, prefirieron mover un poco el esqueleto antes de regresar a casa. ¡A sacarle brillo al suelo!, que son pocas las oportunidades donde se puede quitar el estrés sin haberlo planeado.
"De Alto Cedro voy para Macané / Llego al puerto voy para Mayarí...".
Anuncian la última canción y a ritmo de Chan Chan se marchan los transeúntes agradecidos de haber roto la rutina, aunque sea por unos instantes.
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