Un Béjart 'vintage' y de ideas
Obra tardía, casi póstuma, este Zaratustra, el canto de la danza (2005) que se ve estos días en el Real de Madrid es un complejo fresco de las obsesiones, mitos y querencias que poblaron la larga y fecunda vida de Maurice Béjart (Marsella, 1927-Lausana, 2007). Y es que resulta una obra excesiva en muchos términos: el sobreuso y abuso del texto, el metraje (casi dos horas y media), el intento de condensación simbólica y un criterio de coreografía vintage. Es decir, tirar del baúl de los recuerdos patrimoniales sin temores al desbordamiento ecléctico.
Lo que soporta esta obra ya hoy es el concepto de homenaje al coreógrafo desaparecido y la alta, impecable calidad de la plantilla, su entrega y una especie de furia interpretativa que se aviene a las intenciones del autor: hacer una danza que más que representar, sea de pensar. Lo de la danza con mensaje, una cosa que hoy deja perplejo a más de uno (cuando no levanta un claro rechazo), y eso ha sido una constante bejartiana que en Zaratustra viaja de lo instintivo a lo cerebral (una vez unió sobre el mismo plano al Che Guevara con el Quijote al son de un tango: los críticos lo frieron. Ahora, con Zaratustra, tampoco han sido benévolos).
Claude Gallotta quiere ser escuchado, servir de mentor
Cuando murió Béjart, Jean-Claude Gallotta dijo que lo veía "como un padre espiritual", y en esta pieza ejerce de ello desde el preludio hasta el final globalizador: quiere ser escuchado, servir de mentor.
La sucesión de cuadros independientes con cameos lleva a otros ballets anteriores, a autocitaciones que en gran medida garantizan el estilo, su sello y dan permisivo cobijo a la interpretación danzada de Así habló Zaratustra, texto con sus propios meandros y enigmas que ha servido para rotos y descosidos de las más variadas índoles, hasta el punto de que Béjart se deja arrastrar por esa exaltación ciertamente wagneriana.
Superado el colocón verbal de Nietzsche, y como siempre en Béjart, hay fragmentos muy hermosos: su manera de tratar al coro masculino, la asociación simultánea de las partes solistas, la capacidad planimétrica que desemboca en soluciones de gran efecto, la intermediación de sus mecanismos habituales (desde el teatro japonés satirizado hasta lo operístico) y un uso de la técnica académica al servicio del todo coréutico hacen pensar en una redacción testamentaria y proustiana. Él mismo cita obras suyas desde 1958 a 1984 donde el meollo que debe alentar la creación bailada tienen a Nietzsche y a Wagner impeliendo desde dentro; piezas rupturistas como el Orfeo (1958, Pierre Henry), monumentales como la Novena sinfonía (1965, Beethoven) o de mesurada hedonística como Dionysos (1984, Wagner, Hadjidakis). Pero en estas obras de antaño la vibración vital, la propia tensa cuerda del estilo, las justificaba con creces. En Zaratustra esto no sucede plenamente, y hay que pensar que también con toda probabilidad junto a ese "mensaje de futuro" está la verdad de un hombre vencido y glorioso a la vez, buscando con desesperación un exergo meritorio, un resumen que le contenga y le atraiga al paraíso del que también, a sus maneras, hablaban tanto Wagner como Nietzsche.

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