Entre la espada y la pared económicas
Ante el temor a una crisis generalizada en EE UU, la Reserva Federal y el Banco Central Europeo ofrecen respuestas diferentes. Estimular el crecimiento o controlar la inflación, tal es el dilema
En 1906, un terremoto destruía gran parte de la ciudad de San Francisco. Los enormes capitales necesarios para la reconstrucción dieron origen a una crisis de liquidez -el llamado Pánico de 1907- que sólo se resolvió un año más tarde, tras la quiebra de un par de instituciones financieras, con la llegada de más de un centenar de toneladas de oro procedentes de Europa. Fue J. P. Morgan quien coordinó los esfuerzos de los bancos de Wall Street y el Gobierno de Washington, comprometiendo a menudo sus propios recursos; pero el Congreso de los EE UU, a quien no gustaba que un solo hombre pudiera acumular tanta influencia, decidió crear la Reserva Federal (Fed), en diciembre de 1913, con una función bien precisa: actuar como prestamista de última instancia, facilitando liquidez al sistema bancario cuando su estabilidad pareciera estar en peligro.
La Reserva Federal ha procedido en seis semanas a una reducción sin precedentes de los tipos
Quien erige el mercado en juez supremo pide la intervención del Estado cuando todo va mal
Por el contrario, el Banco Central Europeo (BCE) nació con unos estatutos inspirados en los de la Bundesbank -el banco central de Alemania, un país marcado por la hiperinflación de 1923, y en el que mantener el valor de la moneda es un compromiso solemne de la autoridad monetaria- con un mandato bien distinto: luchar contra la inflación.
Este distinto linaje explica en parte el contraste que hoy observamos entre el abandono con que la Reserva Federal ha ido suministrando liquidez al sistema y la actitud del Banco Central Europeo, que ha mantenido su tipo básico en el 4%, hoy un punto por encima del de la Reserva Federal. Pero hay más que razones históricas: la situación de EE UU no es hoy la de las principales economías de la zona euro (España es una excepción, como veremos más adelante). En EE UU la amenaza de la inflación se ha visto desplazada, en las preocupaciones de las autoridades monetarias por las consecuencias del cambio de ciclo inmobiliario; cuando se ha ido viendo la profunda implicación del sistema financiero en la burbuja inmobiliaria, el primer plano lo ha ocupado el temor a una crisis financiera generalizada. Por el contrario, en las principales economías europeas no hay burbuja inmobiliaria y, por ahora, sólo algunas entidades han resultado estar muy cargadas de hipotecas basura: de ahí que el BCE siga concentrado en la inflación, que hoy se encuentra un punto (es decir, un 50%) por encima de su objetivo, ya que la posibilidad de una crisis financiera parece más lejana.
Las distintas conductas se explican en parte por distintos orígenes y en parte por circunstancias actuales distintas. Es poco probable, sin embargo, que el BCE pueda mantener sus distancias por mucho tiempo: si la Fed mantiene bajos sus tipos, el dólar se seguirá depreciando frente al euro, los exportadores de la zona euro pondrán el grito en el cielo, y, a menos que la inflación se acelere, los tipos del euro tenderán a aproximarse a los del dólar.
Pero volvamos a la Reserva Federal: en seis semanas, ha procedido a una reducción del tipo básico de una magnitud sin precedentes. Aún es pronto para saber si su intervención conseguirá contribuir a reanimar la economía, pero no hay duda que no ha suscitado el entusiasmo que uno podría esperar. La frialdad de la acogida tiene su explicación: ante la disyuntiva a la que se enfrenta todo banco central, la Reserva Federal ha elegido dar más importancia al crecimiento, dejando para más tarde el control de la inflación. Esta conducta lleva consigo dos riesgos distintos. El primero es el ya conocido: un exceso de liquidez terminará por traducirse o en una mayor inflación o, tarde o temprano, en una nueva burbuja en el mercado de algún otro activo: de la crisis del Sureste asiático de 1997-98 nació la burbuja de las punto.com; de ésta la burbuja inmobiliaria a cuyo final estamos asistiendo. Así, aun cuando la actuación de la Fed logre estabilizar la economía, puede estar creando mayores dificultades para el futuro.
Pero no es éste el único riesgo: un banco central no suministra liquidez con la intención de salvar instituciones, y menos aún a sus accionistas, sino para evitar una pérdida de confianza que terminaría en el hundimiento del sistema; sin embargo, al suministrar liquidez, es fácil salvar a quien no lo merece: éste es el llamado riesgo moral, siempre presente, en menor o mayor grado, en las intervenciones de un banco central, y cuya presencia continuada trae consigo una lenta corrupción de las reglas del mercado: uno se lleva los premios, otro -normalmente el Estado- carga con los problemas, si los hay.
El lector perspicaz habrá observado cómo los mismos que, cuando las cosas van bien, erigen el mercado en juez supremo, piden la intervención del Estado cuando las cañas se tornan lanzas. El comportamiento de las autoridades monetarias norteamericanas desde el inicio de la fase aguda de la crisis de las hipotecas basura -agosto de 2007- sugiere que ha ido cambiando su orientación -de más estricta a más laxa- en parte por un mejor conocimiento de los hechos, y en parte por las presiones del entorno. Las reacciones de los medios de comunicación más conservadores cuando, en diciembre de 1996, el entonces presidente de la Fed, Alan Greenspan, avisó de la existencia de una burbuja en el mercado de acciones de empresas de tecnologías de la información sugieren que los grandes intereses financieros, lo que llamamos "los mercados", han endurecido sus posiciones frente a las autoridades monetarias, inclinando a éstas cada vez más a actuar en una sola dirección, la de suministrar más liquidez. La Reserva Federal, por temor a acercarse en exceso a Escila, corre el riesgo de verse atrapada por Caribdis.
Durante la última década, la economía española se ha comportado más como la americana que como otras europeas. El resultado es que nuestra situación se parece hoy más a la de EE UU que a la de nuestros vecinos: porque aquí sí hay cambio de ciclo inmobiliario, y porque aquí, como en EE UU, nos vemos en la necesidad de ir reduciendo nuestro déficit exterior gastando menos de lo que producimos; y el resto del mundo está empezando a anunciar que no piensa seguir financiando eternamente nuestros excesos. Pero aquí, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, no parece haber temor a una crisis financiera generalizada. Por consiguiente, aquí, a diferencia de lo que ocurre en EE UU, no se justifica la presencia de un prestamista de última instancia.
Así las cosas, no deja de resultar chocante, incluso en estas fechas, leer en algún periódico que el Gobierno se dispone a facilitar liquidez a algunas grandes empresas del sector inmobiliario, hoy en dificultades. Debe tratarse de algún malentendido: se comprende la petición de ayuda por parte de las inmobiliarias, ya que la disponibilidad de crédito les permitirá retrasar el ajuste de los precios de sus activos, aunque no lo evitará; pero es igualmente obvio que esas peticiones no pueden ser atendidas sin extender la ayuda a todos los que han visto caer el valor de sus activos inmobiliarios, es decir, a todos los españoles y a algunos extranjeros; y a todos los que, durante este período de ajuste, verán congelado su salario o perderán su empleo. Pero, además de injusta, esa ayuda entrañaría riesgo moral sin contrapartida: sería como decir que el Estado arregla cualquier problema con tal de que sea lo bastante grande. Nuestras autoridades, tratando de esquivar las pedradas de un Escila imaginario, se verían engullidas por una Caribdis bien real.
Alfredo Pastor es profesor del IESE y de la CEIBS de Shanghai.
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