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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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'Las hermanas Brown' y nosotros

Manuel Rodríguez Rivero

Nunca he podido contemplar la serie fotográfica de Las hermanas Brown sin experimentar, además de una profunda emoción, la misma extrañeza, a un tiempo incómoda y estimulante, que se siente ante el arte que plantea preguntas que no pueden resolver las respuestas inmediatas y cerradas a las que nos ha acostumbrado la impaciencia hipermoderna. La obra más conocida de Nicholas Nixon (Detroit, 1947), una de cuyas raras copias completas acaba de adquirir -espero que para exhibirla públicamente muy pronto- la Fundación Mapfre, es una auténtica work in progress iniciada en 1975 con un retrato de grupo familiar de su entonces joven esposa, Bebe, y sus tres cuñadas: las cuatro hermanas Brown.

Desde entonces, y cada uno de los 32 años siguientes (el último, en 2007), Nixon ha repetido su retrato operando con los mismos parámetros voluntariamente limitados: una cámara de placas de 8 - 10 pulgadas sostenida por un trípode, idéntico formato en glorioso blanco y negro, iluminación natural, invariable orden en la posición de los mismos sujetos (de izquierda a derecha, Heater, Mimi, Babe y Laurie), todo esencialmente igual que la primera vez.

¿Todo? No exactamente. Lo que Brown, admirador de la obra de Edward Weston y Walker Evans, dos de los grandes maestros de la fotografía norteamericana, ha conseguido representar como muy pocos artistas contemporáneos es el paso del tiempo. O, más precisamente, los cambios y transformaciones que el transcurrir del tiempo ha ido ocasionando en sus sujetos y en las relaciones que establecen entre ellos. Lo que Nixon nos propone, en primera instancia, es un relato prolongado en (por ahora) 33 capítulos de unas chicas de Cincinnati (hoy mujeres maduras o en el umbral de la vejez) a cuyo crecimiento desigual (la diferencia de edad entre la mayor y la menor es de 10 años) nos brinda el privilegio de asistir vicariamente. El resto de la novela también está ahí, a punto para quien quiera dejarse llevar por la trama implícita.

En primer lugar, el envejecimiento (en castellano no tenemos equivalente para el más complejo ageing), que no es sólo una constatación de los cambios que la edad causa en el cuerpo, sino también la sugerencia de maduración espiritual a través de la presencia en rostros, actitudes, portes y estilos de vestir, de las señales que van dejando los acontecimientos de la vida de cada cual. Frente a esos 33 documentos congelados (Henri Bergson: "De cada estado, considerado aisladamente, quiero creer que sigue siendo lo que es durante todo el tiempo que se produce") el espectador, cuya experiencia y memoria entran en el juego propuesto, oscila entre las sensaciones complementarias de carpe diem y memento mori.

Como le ocurría a San Agustín, si nadie nos lo pregunta, sabemos qué es el tiempo (incluso lo sabemos en nuestros cuerpos, lo que no deja de ser un conocimiento irrefutable); el problema surge cuando tenemos que explicarlo. Nixon nos plantea la cuestión indirectamente, sin ofrecernos más respuesta que esos rostros que permanecen en el instante de equilibrio de la pura transformación: "Ayer se fue; mañana no ha llegado; / hoy se está yendo sin parar un punto", nos recuerda el Quevedo más estoico.

Treinta y tres años después, las hermanas Brown siguen interpretando ante nuestros ojos el drama de su mortalidad, que es la nuestra. Nixon ha acertado a reflejarlo en una serie de momentos suspendidos en la que cada uno resume y aventura lo que pudiera haber pasado desde el anterior. Al final, claro, llegará la muerte inevitable, pero se quedará fuera de encuadre. Porque a Nixon sólo le interesa la vida y, como Wittgenstein, sabe que la muerte no pertenece a ella y no puede ser vivida.

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