Tesoros y otras pequeñeces
Existe un reducido club de ciudades que tienen en común estar rodeadas por siete colinas. Enclaves como Roma, Lisboa, Estambul, Río de Janeiro o Cáceres están unidos por esta caprichosa cifra, que para algunos es un número de la suerte. Comprenderán entonces que, ante un caso así, Barcelona también tenga su septeto de lomas, situadas entre Collserola y el mar. En una de ellas -la del Carmel- se encuentran las cuevas de Simanya; un conjunto de cavernas que, durante siglos, fueron sinónimo de oro enterrado. Demostrando que no todos los túneles del Carmel tienen que ser de infausta memoria.
En la actualidad, no quedan ni abuelas que cuenten cuentos. Sólo el colegio CEIP Coves d'en Cimany guarda en su nombre la memoria de lo que fue leyenda popular. Para llegar hasta allí hay que subir por las empinadas cuestas que van hacia el santuario de Nuestra Señora del Coll. Edificio que antaño dominaba en solitario estos montes, sólo transitados por señores feudales de cacería. Pero pasó el tiempo, creció el barrio actual y del antiguo bosque apenas se vislumbra gran cosa. A pocos metros de la ermita, en la calle de la Mare de Déu del Pilar, el asfalto se transforma en un estrecho caminito de tierra que nos lleva al parque del Carmel. Espacio que -diferencia del vecino parque Güell- aún conserva su aspecto asilvestrado. Tampoco hay que caminar mucho. Muy pronto, la altura permite una panorámica insólita. El Tibidabo a la izquierda, y las chimeneas de Sant Adrià a la derecha. Al fondo, al final de la larga bahía, Badalona y el Maresme.
Fatigado por la subidita, me siento bajo un algarrobo y no tardo nada en dirigir la vista hacia el suelo. Quién sabe si -ahí abajo- no hay una de las galerías donde se escondía el bandolero Perot Rocaguinarda o el Escolanet de Polinyà. Quizá fue usada para huir por los hermanos Poc o por los también hermanos Margarit, versión barroca de los Dalton del Oeste. A lo largo de generaciones, su escasa población, las numerosas cuevas y la relativa lejanía con respecto a Barcelona convirtieron este rincón en un paraje ideal para quienes se ocultaban de la justicia. De tal manera que comenzaron a circular habladurías sobre botines enterrados en el fondo de sus grutas.
Las abuelas tuvieron nuevos lances que contar cuando, en el siglo XIX, una nueva generación de bandidos se hizo con los andurriales. Por estas sendas se escondieron partidas de trabucaires y carlistas irredentos. Y sus laderas fueron mudos testigos de episodios tan truculentos como el tiroteo de la Torre Negra, el asesinato del ermitaño del santuario del Carmel o el asalto a Can Castellví, que se saldó con varios muertos y que tuvo lugar no muy lejos de aquí (a caballo), en una zona de Collserola todavía conocida como El Bosc dels Lladres.
Resulta extraño pensar que, en estos momentos, en algún lugar bajo mis pies, se podría ocultar alguno de sus legendarios tesoros. Sueño un rato, imaginando el efecto -entre codicia y temor- que debía producir en nuestros mayores la idea de toparse con el escondite secreto de alguno de aquellos forajidos. Pero, que se sepa, nadie se ha hecho sospechosamente millonario en las inmediaciones y las legendarias cavernas se convirtieron en vulgares minas de hierro. Como bromea socarrón el dueño de un bar cercano a quien le confieso mis pesquisas: "¡A nosotros nos lo iban a decir, si hubiese algo!". Todos hemos reído y le hemos dado la razón. Aunque, juraría yo, que al irme he visto, de refilón, cómo sus clientes se calzaban un parche en el ojo y se ponían a contar doblones. Y es que, con los tesoros, nunca se sabe.
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