Mujeres en acción
No me gustaba Ava Gardner porque me parecía demasiado guapa, y además yo fui, tal vez, el único que no la vio nunca en las noches de Madrid, sobria o borracha, en los tablaos flamencos, ni en el Castellana Hilton donde al principio vivía, ni en una barrera de la plaza de Las Ventas, ni en Oliver, ni comiendo cochinillo en Botín, enamorada de Luis Miguel Dominguín o de cualquier ascensorista que de madrugada la guiara hasta su habitación del hotel. Son legión los que presumen de haber tenido una noche loca con aquella estrella, que brillaba en la oscuridad del franquismo haciéndonos creer que nuestra nacional caspa comenzaba a ser moderna.
Cuenta Fernando Fernán-Gómez en sus memorias, El tiempo amarillo, que un día durante una fiesta en casa de Lola Flores estaba Ava Gardner, y en un instante en que se encontraba sola se acercó a ella y comenzó a mirarla con delectación. Ella le sostuvo la mirada y comenzó a hablarle con un melodioso inglés. Le preguntó si comprendía su idioma, y cuando el actor le respondió que no, Ava hizo una seña a un amigo, de aspecto americano, para que sirviera de intérprete. Ava volvió a mirar a Fernando y repitió la frase. El amigo tradujo:
"Dice Ava que si tiene usted ganas de joder. Ahí tiene a mi mujer, que está siempre dispuesta".
Para mí, Ava Gardner sólo es aquella mujer pantera que en la película Mogambo compartía con la gélida Grace Kelly el trabajo de llevarse al catre a un Clark Gable vestido de cazador de boutique y bigote recortado de peluquería, mediante un simple adulterio que la censura convirtió en un morboso incesto.
Tampoco me gustaba Marilyn Monroe porque me parecía demasiado explosiva, demasiado evidente, con un cuerpo que ofrecía demasiada información. Daba la sensación de que sólo era de carne. Me reconcilié con ella más tarde, cuando supe que para agradar a Arthur Miller se propuso leer el Ulises de Joyce. La descubrí en una foto tomada en Long Island, Nueva York, en 1954, sentada en un tobogán de la playa en traje de baño, embebida en la lectura, con los labios entreabiertos y la mirada perdida en la pá¬gina del último capítulo, en el que Molly Bloom libera todos sus pensamientos obscenos. A Marilyn se la ve pura, perdida y trans¬parente, sometida a una prueba inútil de tener que leer el Ulises para presentarse ante el marido intelectual con la lección aprendida cuando ella se la sabía de memoria sin literatura, simplemente por haberla vivido. Pocos días antes de suicidarse, Marilyn se ofreció en sacrificio en una sesión de fotos para Vogue y en un costado descubre la cicatriz de una operación de vesícula. Nunca estuvo más hermosa. Lo que yo veía entonces era que Ava Gardner y Marilyn Monroe eran mujeres muy guapas que hacían películas malas, y Bette Davis y Barbara Stanwyck era mujeres feas que siempre hacían películas buenas.
De aquel tiempo en que los cinéfilos estábamos amamantados por el star system de Hollywood ha quedado en suspensión, junto con el polvo de la memoria, la mirada perdida de Ingrid Bergman en Casablanca porque no sabía a cuál de los dos hombres tenía que amar; el cuello elegante de Audrey Hepburn, que era largo como un batido de vainilla; la transparencia de Eva Marie Saint en el palomar de una azotea hablando con Marlon Brando en La ley del silencio; la turbia pasión de Lana Turner por el gánster Johnny Stompanato, a quien la hija de esta mujer fatal, de 14 años, mató clavándole un cuchillo en el vientre; Kim Novak secándose el pelo en la película Picnic; Grace Kelly, la chica de belleza glaciar que fue rescatada por un príncipe europeo cuando ya estaba harta de pasarse por la piedra a todos sus compañeros de rodaje; Katharine Hepburn, a la que había que imaginar durmiendo en el felpudo al pie de la cama de Spencer Tracy; Ginger Rogers bailando con el esqueleto de Fred Astaire; Elizabeth Taylor rondando la mesa de billar donde jugaba Montgomery Clift en Un lugar en el sol.
A mí me gustaba, la que más, Jean Simmons, todavía no sé por qué. Y luego, Susan Hayvard. Y Debora Kerr, las tres judías. En algún lugar del subconsciente estará la clave. Dejando a un lado sus almas, con una parte del cuerpo de aquellas estrellas, que entonces llenaban la pantalla, se podría hacer un buen caldo. Yo escogería la mandíbula de Rita Hayworth que recibió la bofetada de Glenn Ford en Gilda; los senos de Jane Russell; los ojos de Loretta Young; la melena rubia de Veronica Lake; la barbilla de Maureen O'Hara; la mirada de Alida Valli; las piernas de Marlene Dietrich; el talento de Barbara Stanwyck para el mal; el candor de Vivien Leigh oliendo la camiseta sudada de Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo o jurando que nunca volvería a pasar hambre, llena de raza, en Lo que el viento se llevó; el poderío desvalido de Joan Crawford en Johnny Guitar; el festín de sangre de Jennifer Jones en Duelo al sol. Y las gafas negras de Greta Garbo y los pómulos altos de Lauren Bacall.
Atrás quedaron Hedy Lamarr, Ida Lupino, Jean Fontaine. Hubo un momento en que era obligado pasarse a la belleza italiana de Ana María Pierangeli, de Antonella Lualdi y Stefanía Sandrelli, subidas al transportín de una Vespa de Walter Chiari sorteando puestos de sandías por las calles de Roma, mientras Silvana Mangano bailaba el bayón de Ana o andaba metida en el cenagoso pantano de Arroz amargo. Gina Lollobrigida me parecía demasiado noña, y Sofia Loren me parecía demasiado grande.
Y la fiesta la cerró Natalie Wood con Esplendor en la hierba, donde sonaron como una premonición melancólica los versos de Wordsworth: Aunque mis ojos / ya no puedan ver / ese puro destello / que en mi juventud me deslumbraba; / aunque ya nada pueda devolver / la hora del esplendor en la hierba / de la gloria de las flores, / no hay que afligirse, / porque la belleza siempre / subsiste en el pasado.
Natalie Wood murió ahogada una noche de borrachera al caerse de un yate. Y un día terminó el star system quemando la última carne de Kim Basinger, Sharon Stone y Faye Dunaway. Después la pantalla comenzó a llenarse con esa clase de chicas que podías encontrarte en cualquier parte, de telefonista, de secretaria, de hermana de un amigo, de compañera de clase. Otro tipo de belleza moderna inundó los sueños de los espectadores, y la mitomanía se refugió en otros cuerpos, antes inasequibles, y que ahora casi estaban al alcance de la mano. Todas querían parecerse a Jane Birkin. Piernas largas y pecho de tabla.
Pese a todo, aquellas divas del pasado también eran de carne y hueso. A Catherine Spaak la enamoró un joven huertano, amigo mío, y vivió una noche de amor con ella durante un rodaje en la playa de Castellón. Por mi parte recuerdo aquel día del año 1958 en que vi a Bette Davis, en el papel de Catalina la Grande de Rusia, durante el rodaje de la película John Paul Jones en el puerto de Denia. Durante los descansos se paseaba entre las redes tendidas de la explanada devorando bocadillos. El paisano encargado de suministrar comida a aquella tropa de cineastas había tenido muchas dificultades para complacer a esta diva caprichosa, que amenazaba a Samuel Broston con abandonar la película si no se le servía carne de primera clase que en esa época no existía en las carnicerías. Ante semejante dificultad, el paisano de Denia, en compañía de un socio en el negocio, fue una noche a un pueblo vecino y cazó varios gatos cuya carne excesivamente roja hubo que preparar con tomate para enmascararla. Le fue ofrecida a la diva con todos los honores, y ella proclamó a los cuatro vientos que nunca había degustado un manjar más exquisito. Un dato para cinéfilos. En 1958, Bette Davis se comió en Denia ella sola lo menos veinte gatos, sin la menor sospecha, y a eso se debió tal vez que después se pasara la vida arañando.
Durante un viaje a la isla de Stromboli descubrí la casa donde vivieron Ingrid Bergman y Roberto Rossellini una pasión tórrida durante el rodaje de la película. La casa pintada de rojo tiene una lápida en la fachada recordando este hecho. Aquel día, la puerta estaba abierta. En su interior, las estancias habían cambiado, pero se conservaba la cama con cabeceros de hierro pintados con figuras de ninfas donde ellos se amaban mientras el volcán cada diez minutos soltaba un cañonazo con una bocanada de fuego. Los habitantes de la isla se han pasado de padres a hijos, como una leyenda, el recuerdo de unos gemidos de amor que de noche rompían el silencio del mar Tirreno.
Pero hubo un momento en que el hechizo de las mujeres soñadas se quebró. Fue en aquel tiempo en que comencé a conocer y hacer amistad con algunas actrices de cine españolas en el café Gijón, en Oliver, en Bocaccio y en Carrusel. Chicas maravillosas, muy bellas y llenas de talento. En 1953 era yo un chaval cuando vi rodar en el hotel Miramar de Benicásim la película Novio a la vista, de Berlanga. Por la playa andaba una francesita veraneante muy pelmaza, que trataba de actuar de extra y todos los días se ofrecía al director, pero Berlanga no quiso saber nada de ella. Esa adolescente se llamaría poco después Brigitte Bardot.
Todo el mundo adoraba la belleza de la protagonista de aquella película. Yo también. Después de muchos años reencontré a aquella niña adolescente de la película del hotel Miramar cuando ya era una señora muy mayor cargada de un perfume denso que dejaba un rastro a su paso al entrar en el café Gijón y luego se expandía por tres mesas a su alrededor. Había hecho la carrera de actriz hasta que se casó con un hombre muy rico. Aparte de las pieles de visón, de ocelote y de las fieras más caras de la sel¬va, su marido le había regalado una pantera viva, que ella llevaba a todas partes. Mientras tuvo el tamaño de una gata, la traía al café, pero llegó el momento en que el animal comenzó a desarrollar los colmillos y las garras, y ya nadie quería sentarse cerca.
El hecho de haberme llevado la vida a conocer en carne y hueso a muchas mujeres del cine que son soñadas en la pantalla no me ha impedido seguir soñándolas Charo López, Carmen Maura, Penélope Cruz, Victoria Abril, Ariadna Gil, Leonor Watling, Maribel Verdú cuando las he tenido sentadas a mi lado en el velador tomando una copa o un café.
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