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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Las bajas pasiones

Existen varias razones por las que habría que desterrar los himnos nacionales al desván de los sones perdidos. La primera y principal es que despiertan bajas pasiones. Unos más que otros, desde luego. Y tómese por baja pasión toda aquella emoción que tiende a ponerle al receptor lo que comúnmente llamamos "carne de gallina" o "vellos de punta". Dirán ustedes que con ciertos himnos, el de España, por ejemplo, resulta difícil alcanzar dicha levitación. Depende. Estoy segura de que, con un rumor mediático bien organizado, a modo de obertura, no pocos saldrían a la calle para tararearnos, enfervorecidos, unas estrofas en defensa de la familia o del gazpacho. Ha ocurrido antes. La humana naturaleza alberga misterios insondables. Por eso no es necesario azuzarla con soflamas.

"¿Qué coreaban las huestes de Julio César y Pompeyo mientas luchaban?"

Lo peor que puede ocurrirnos en relación con un himno nacional es que sea musicalmente sublime y posea una letra conmovedora. Constituye, un himno así, un himno hermoso, la más rastrera de las añagazas estético-sentimentales que pueden acecharnos en relación con el predio patriótico. Las banderas, por omnipresentes que estén, las ponen en un mástil, en lo alto de un edificio o en los balcones, y podemos oponerles la barrera de los párpados o un rápido giro de cuello. Los himnos entran por los oídos, puertas sin guardián que se ven sorprendidas por el soniquete antes siquiera de topar con una farmacia en donde adquirir tapones de cera.

Es muy posible que, cuando eso ocurra, los españoles nos encontremos relativamente a salvo, pues la Marcha granadera no es bailable y, en cuanto a las sucesivas letras, da igual que se las pongan o no; sólo aumentan el estropicio. Únicamente en ocasiones oficiales de fino talante, en que el himno español fue un conjunto de cuerda, pasaba más desapercibida la agitada melodía. Con todo, algunos invitados habríamos preferido a Haydn.

Y a lo que iba. De Haydn es, precisamente, el himno alemán, que a mí -baja pasión- me parece precioso, hasta el punto de que cada vez que lo escucho he de abofetearme para recordar que todo himno sirve al propósito para el que fue creado: adular a la ciudadanía por el mero hecho de su pertenencia a una determinada nacionalidad (cuando no etnia); y, generalmente, para poner a caldo al resto del personal, potencialmente enemigo. Así, el primer himno de que se habla en los anales -es decir, en Wikipedia- es el de los Países Bajos, que fue escrito para hacerle la pelota a Guillermo de Orange e insultar a los invasores españoles. Por mucho que, con los años, las letras de los himnos hayan sido censuradas y retocadas, lo que resta no es sino hipocresía y, a veces, utópicos deseos: todos unidos, etcétera.

Cuesta creer, sin embargo, que hasta finales del siglo XVI no se decidieran las fervorosas mentes a consagrar un himno a una patria. Reflexionemos. ¿Es posible que Agamenón y su muchachada no canturrearan ya un himno atrida mientras se dirigían alegremente a sitiar Troya, do les aguardaban los troyanos, sin duda ensayando el suyo propio? ¿Qué coreaban las huestes de Julio César y Pompeyo mientras alumbraban con sus luchas el fin de la República (romana)? ¿Eran en Esparta tan espartanos que ni siquiera brindaban entonando un Que Viva la Esparta medianamente sobrio? Es más, ¿fue el simio que arrojó el hueso al aire y descubrió el garrote el mismo que compuso la banda sonora de la primera potencia armada conocida en los albores de la evolución?

El misterio de nuestra afición por los fastos épicos destinados a sustentar el mito de la Patria y sus ardores debe de figurar en las más oscuras zonas de nuestro mapa genético. Por suerte, con la civilización hemos desarrollado defensas contra los impulsos primarios: dormir a pierna suelta durante los desfiles militares, como aconsejaba Brassens, y hacer oídos sordos a las señas identitarias burdamente trazadas en la Canción Number One deberían formar parte de las mejores costumbres de cada casa.

Porque un himno patriótico, contra lo que quieran decirnos, no es una canción de amor. En situaciones críticas puede convertirse en una enseña de odio.

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