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Columna
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Un tranvía azul

La escalera de Correos en Valencia es uno de esos lugares donde ocurren cosas -igual que el estanco neoyorkino de Smoke o la parrilla del Brix en París-. En ellas se han repartido pasquines anarquistas, se han levantado barricadas, se han echado a perder noviazgos de toda la vida por una frase irreflexiva o por un retraso de cinco minutos en el reloj del Ayuntamiento y cuentan que allí Gracia Imperio intercambió un par de sonoras bofetadas con un lord inglés, enamorado de la copla, que se había creído a pies juntillas aquello de que "la española cuando besa, es que besa de verdad". Se podría escribir una novela solo con el cruce de las historias que se han dado cita al azar delante de este edificio modernista.

Todas las ciudades poseen lugares donde la vida se condensa en una trama muy apretada que la gente va construyendo día a día. Pero son muy pocos los escritores que han sabido convertir esa maraña intrincada de calles con sus esquinas y laberintos en una deriva del alma. La Valencia del Tranvía a la Malvarrosa es un espacio amenazado pero vivo, porque en las páginas de una novela el tiempo transcurre de otro modo y cualquiera puede bajar andando a media tarde por la calle de Avellanas y continuar por la de los Venerables o la Prisión del Santo hasta llegar la calle de la Paz como si se hubiera perdido en un cruce de siglos, pero al final siempre se desemboca en la misma ciudad.

En la exposición que exhibe el IVAM, uno puede vagar por ella a través de más de 50 fotografías realizadas por Joan Antoni Vicent. La poesía es lo más próximo al arte de fotografiar porque una instantánea captada con una cámara no es otra cosa que una imagen robada al tiempo. Pero que nadie espere concesiones a la nostalgia. Las fotografías son imágenes actuales. No pertenecen a una ciudad muerta, sino a una ciudad que se niega a desaparecer porque aún respira. El detalle más pequeño adquiere así un significado especial: un rostro en blanco y negro que nos recuerda a alguien, la fachada del Hotel Inglés, el escaparate de una pañería, el vaho a eucalipto casi perceptible en el portal de una farmacia, la cara de cuervo de un canónigo, la lentitud de una vendedora de bordados en la Plaza Redonda, la sonrisa de Ariadna Gil saliendo de un salón de refrescos y lunchs, porque la exposición mezcla cine y literatura, realidad y ficción igual que la vida.

Los que hayan vivido la Valencia de los años cincuenta sentirán que están atravesando su propio pasado a bordo de aquel tranvía azul con jardinera que iba a la Malva-rosa, porque existe un momento que pertenece a todos y otro que es propiedad exclusiva de cada uno.

"A pie, por la avenida del Marqués de Sotelo, con la pesada maleta en la mano, pasé por delante del cine estreno Rex bajo los cartelones de la película La Reina Virgen de Jean Simmons y Deborah Kerr. En taquilla ponía: butaca de patio, 10 pesetas. Crucé la calle en medio del denso perfume de los puestos de flores hacia la acera de correos..." Algunas capitales tienen la suerte de ser bien noveladas y entonces uno se para ante las escaleras del edificio de Correos como si estuviera ante un estanco de Brooklyn o en la parrilla del Brix y piensa que por fortuna hay lugares donde la vida nunca pasa de largo. Son esos rincones los que fijan el alma de una ciudad.

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