La tristeza del almirante
El monumento a Colón cerró sus puertas hace una semana y no se podrá coger su ascensor para ver Barcelona desde el cielo hasta Semana Santa. Turismo de Barcelona está haciendo obras para mejorar la pequeña oficina subterránea del pedestal de la estatua que comunica con el elevador porque los días de lluvia se encharcaba y hasta aparecían goteras. No era ésa la mejor carta de presentación para uno de los monumentos más emblemáticos de Barcelona, visitado cada año por 150.000 personas, tantas como en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona o el Museo de Cera. Ahora está abierta la escalinata que mira a la Rambla, donde se ha improvisado un punto de acogida que no escapa al polvo de las obras y donde hace frío -los empleados llevan el anorak puesto- para atender a los frustrados visitantes y a quienes deseen alquilar bicicletas.
Sea por la historia o por la razón que sea, Colón despierta una supina indiferencia entre los barceloneses, que lo consideran sólo la puerta de entrada al mar, un punto de reunión o una estilizada silueta sobre Montjuïc. Decenas de turistas, en cambio, lo fotografían a diario. Y las imágenes deben dejar un rastro de tristeza porque Colón, como El Príncipe feliz, de Oscar Wilde, va perdiendo su ropaje. No hay aquí una bondadosa golondrina que arranca con su pico brillantes y rubíes para ayudar a nadie, sino operarios que han ido retirando elementos ornamentales del almirante para prevenir males mayores. Desde la calle, se ve cómo una de las victorias aladas ha perdido una de sus coronas de laurel y no hay ni uno solo de los ocho medallones de bronce, que glosan a quienes tuvieron un papel relevante en la aventura, que tengan completas las cuatro cadenas que los enmarcan. Algunas faltan, otras están rotas y las que más, cuelgan. La piedra de las estatuas de las alegorías de los reinos y de los catalanes vinculados a la expedición (Luis de Santángel, consejero de los Reyes; Jaume Ferrer, astrónomo; Fra Bernat de Boïl, monje de Montserrat, y Pere Margarit, capitán de navío, junto a un indio) están muy sucias y deterioradas. Algunas con peor suerte: éstas tres últimas han perdido su nariz.
Con la cabeza y el brazo teñidos de blanco por los excrementos de las gaviotas, el monumento de Gaietà Buïgas parece no escapar de la maldición que le persigue desde que fue inaugurado en 1988 con motivo de la primera Exposición Universal. En 1874, el Ayuntamiento optó por levantarlo en el Portal de la Pau, pero un cambio de regimen descartó la idea y, finalmente, en 1881, gracias a Antoni Fagés, un burgués acaudalado amante de América, convenció al alcalde Rius i Taulet de rendir un tributo a Colón. El primer concurso quedó desierto y el segundo se adjudicó. Una recaudación popular debía sufragar el millón de pesetas de la obra, pero sólo se reunieron 162.000. El resto, con crédito incluido, tuvo que ponerlo el Ayuntamiento. La inauguración del ascensor fue también accidentada: se averió y el alcalde y dos periodistas quedaron encerrados.
Sometido a diversas restauraciones, la más importante en 1984 para evitar la oxidación de la estructura metálica del interior del monumento, fuentes del Ayuntamiento de Barcelona aseguraron ayer que Colón no corre ningún peligro, que sólo se han retirado piezas ornamentales y que elabora ahora un proyecto para restaurarlo. Dice alguien de la empresa que lo revisa anualmente que no hay año que no tengan que llevarse más adornos de Colón. Si la quincena de escultores y fundidores que trabajaron con tesón en él hace 120 años levantaran la cabeza, el almirante les contagiaría su tristeza.
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