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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Los ricos también juegan (muchísimo)

Manuel Rodríguez Rivero

El edificio Forbes se encuentra en la Quinta Avenida, no muy lejos de Washington Square, donde Henry James situó una memorable novela protagonizada por esos característicos personajes que se sienten elegantemente desazonados ante el dinero invasivo de los nuevos ricos. Como se sabe, la revista Forbes, una referencia internacional, se ha hecho célebre por sus periódicas listas de los asquerosamente ricos: los famosos 400 mega-billionaires del planeta, entre los que, por cierto, don Amancio Ortega inaugura la participación española con un nada despreciable octavo lugar. Y cuya nómina de ricos de ficción -un guiño mediático de Forbes- viene encabezada por Scrooge McDuck, más conocido entre nosotros como Tío Gilito.

La revista fue fundada (en 1917, el año del Octubre rojo) por Bertie Charles Forbes (1880-1954), antiguo columnista económico en los diarios del ciudadano Hearst. Su filosofía consistía precisamente en servir de plataforma y atalaya de los intereses de aquella clase financieramente agresiva que tanta reluctancia producía a los nostálgicos patricios de James, y que años más tarde encarnaría inolvidablemente el novelesco Jay Gatsby.

En Estados Unidos, al contrario que en el Viejo Mundo, la extrema riqueza no sólo se percibe exenta de culpa, sino nimbada ejemplarmente por el aura de lo heroico. Midas no es un obseso villano, sino un noble emprendedor. Los lugares de los ricos se señalan en las guías turísticas como santuarios, y las peripecias de los que los crearon son presentadas como irrefutables pruebas de la realidad del sueño americano.

La casa Forbes cuenta también con su propio museo. Modesto y atrabiliario, en su media docena de salas se aglomera de modo asombrosamente absurdo una insólita multitud de piezas de valor heterogéneo agrupadas temáticamente y sin más objeto que su mera acumulación: reproducciones en miniatura y maquetas de barcos de todo tipo, soldaditos de juguete, medallas y trofeos deportivos, y poco más. Pero en enormes cantidades.

La visita a las pomposamente denominadas Forbes Galleries no me hubiera resultado memorable si no hubiera sido por la pequeña estancia consagrada al Monopoly, el célebre juego de mesa que fascinaba al fundador de la dinastía, quien solía practicarlo en familia después de una jornada de trabajo previsiblemente ocupada por la información acerca de las fluctuaciones del mercado inmobiliario. El señor Forbes y sus herederos coleccionaron ejemplares antiguos, tableros de las distintas variedades nacionales, fichas en forma de casas y hoteles, dinerito de papel y demás adminículos de un juego del que, desde su patente en 1935, se han vendido más de 200 millones de ejemplares. Uno se imagina a los Forbes en su vivienda de ricos, en torno a la mesa del cálido cuarto de estar, jugando durante interminables horas a comprar y vender avenidas, estaciones, hoteles, bloques de apartamentos, mientras no muy lejos continuaban las obras de ese Taj Majal del capitalismo monopolista que es el Rockefeller Center.

Paradójicamente, aquel juego creado por Charles Darrow, y cuyo objetivo es lograr el monopolio de la oferta inmobiliaria machacando a la competencia, se popularizó en todo el mundo durante los años siguientes a la Gran Depresión, cuando la economía no estaba para echar cohetes. En España tuvimos el Palé (acrónimo de su creador Paco Leyva), que colmó las fantasías de enriquecimiento de muchas familias durante los años particularmente duros del primer franquismo. El Monopoly, con todos sus avatares nacionales (y también autonómicos), ha sido una de las más conspicuas plasmaciones de la superstición de que la riqueza es una posibilidad sin determinaciones al alcance de cualquiera: un torpedo ideológico contra el virus comunista. Lo malo es que luego se recogía el tablero y, a menos que uno fuera protagonista de alguna historia de Forbes, dentro de casa seguía haciendo frío.

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