La edad sólo es un número

Age ain't nothing but a number, cantaba Aaliyah. Recordaba el lema mientras leía una entrevista con Bill Wyman (Londres, 1936), antiguo bajista de los Rolling Stones, publicada hace poco en el Telegraph, el diario británico. Me atrapó el titular: "No puedo vivir con las royalties de los Stones".
No teman, no se trata de un cri de coeur de millonario en dificultades. Calculo que Wyman recibe anualmente una cifra de seis dígitos en concepto de derechos generados por lo grabado con los Rolling Stones hasta 1992, aunque sus ex compañeros le hagan ahora putaditas como borrarle de las fotos del recopilatorio Rarities. Además, Bill tiene negocios variados, desde el restaurante londinense Sticky Fingers a unos detectores de metales que utilizan los arqueólogos aficionados, sin olvidar sus varios libros sobre los propios Stones.
Aun así, Bill continúa actuando con su cara de póquer, integrado en una orquesta clasicista llamada The Kings of Rhythm. Los Reyes del Ritmo viven de la fama de su bajista pero demostraron su adaptabilidad en eventos como el reciente homenaje a Ahmet Ertegun, donde reapareció Led Zeppelin: aparte de tocar media hora de su añejo repertorio, The Kings of Rhythm hicieron de banda fija, respaldando a bastantes invitados.
Resulta extraordinario que, en la citada entrevista, Wyman pretenda justificarse con esa patraña de que necesita dinero. Seamos serios: con los gastos derivados de una formación con 10 miembros, The Kings of Rhythm no parece una máquina de imprimir billetes. Ocurre que Wyman sabe lo que piensa la sociedad musical: a los 71 años, un rockero no debe pisar un escenario.
Es una de las rémoras del origen del rock como manifestación juvenil: todavía no se ha reconciliado con el hecho de que pueda ser música tocada por adultos o incluso por ancianos. El edadismo del mundo del rock tiene mucho de incongruente, ya que esas mismas personas celebran que existan bluesmen, cantantes de standards, soneros o jazzmen que continúan en activo cuando han superado los 80 o los 90 años.
Esta longevidad artística ¿es una decisión voluntaria o un imperativo económico? En la mayoría de los casos, seguro que pesa la necesidad de ganarse la vida: los veteranos solían firmar contratos leoninos y luego eran desplumados por representantes, cónyuges o recaudadores de impuestos.
Son ciertas las leyendas: en los años cincuenta, muchos artistas triunfales recibían de su discográfica un Cadillac y ni se les ocurría pedir liquidaciones sobre ejemplares vendidos; cuando flojeaban los éxitos, descubrían que debían pagar los plazos de su maravilloso automóvil.
Pero eso no explica la terca voluntad creativa de tantos sexagenarios. Bob Dylan, sus ex esposas y sus hijos tienen garantizada una existencia dorada simplemente con los derechos de autor. Y ahí está, embarcado en la famosa Gira Interminable. Que, cuando sale de Estados Unidos, adquiere carácter de acontecimiento cultural y le lleva a escenarios nobles; sin embargo, en su propio país, Dylan da conciertos en casinos de reservas indias, ferias del condado y auditorios universitarios. Pocos lujos y escasa seguridad: circula por Internet un video donde Dylan interpreta un candente Like a rolling stone mientras docenas de personas suben al escenario, le besan, le saludan, le hacen reverencias y le abruman con su amor. Esas cosas no les pasan a otros candidatos al Premio Nobel.
Efectivamente, hay intangibles como la necesidad de expresarse, el deseo de dar sentido a una vida. Podríamos evocar aquí la laboriosidad de Paul McCartney, uno de los hombres más ricos del Reino Unido: le gusta salir de gira y edita discos regularmente. Aunque el paralelismo más adecuado con Bill Wyman sería el de Ringo Starr: dirige la All Starr Band, una reunión de músicos ilustres que trabaja mucho por Estados Unidos. Para Wyman y Starr, secundarios en prodigiosos grupos, no hay planes de jubilación. Ellos quieren creer aquello que aseguraba Aaliyah: que la edad no es nada más que un número.
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