El alto precio de la vida
No hay época del año mejor para comprobar nuestro poder adquisitivo que los días que atravesamos. A los habituales gastos que implica el sobrevivir, han de añadirse los extras de estas fiestas en cenas y comidas, los regalos a parientes y amigos, y en algunos casos los desplazamientos para estar con los tuyos. Lo cierto es que la pequeña encuesta que cada uno hace en su entorno más cercano nos dice que es unánime la sensación de encarecimiento generalizado de la vida. A pesar de todo, las estadísticas globales nos dicen que vamos relativamente bien. La versión oficial es la siguiente: la economía del país va bien. Crecemos por encima de los países de la zona euro, el país es más rico y, a pesar de que ha aumentado la inflación hasta rozar el 4%, estamos lejos de cifras preocupantes. Esto contrasta con la sensación generalizada de que la vida está mucho más cara que antes, y que los salarios alcanzan para menos. La economía del país es un concepto ambiguo y abstracto como pocos. Detrás de esas cifras agregadas encontramos realidades, productos, personas y situaciones totalmente distintas.
"La distancia entre la leche y el ordenador refleja lo complicado de la nueva realidad económica"
Aquí en EL PAÍS podíamos leer estos días pasados noticias que reflejaban lo contradictorio de la realidad que nos rodea. Leíamos que uno de los establecimientos de más solera de Barcelona, el Colmado Quílez, había vendido en los últimos 20 días más de 20 kilos de caviar a 2.000 euros el kilo. Pero se insistía, en un reportaje sobre la pobreza en Cataluña, en que más de un millón de personas viven con menos de 7.500 euros al año. En el suplemento Ciberpaís, un lector atento puede ir observando cómo se ha producido una drástica reducción del precio de los televisores planos, de los ordenadores portátiles, de los móviles de última generación y de los artilugios MP3. Pero, en contraste, leemos que entre los años 2001 y 2006, los precios de los alimentos básicos se han encarecido en cerca del 25%. Personas tan expertas en el asunto como el ministro Pedro Solbes nos aleccionaba sobre la necesidad de interiorizar el coste real de un euro, para evitar así gastos excesivos o poco conscientes. Pero, con el riesgo de que mi comentario sea poco mesurado, lo cierto es que en el último informe sobre el mercado laboral de la Unión Europea, publicado en el mes de noviembre, se afirma que el peso de los salarios en relación con el producto interior bruto (es decir, lo que representan los costes salariales en el conjunto de ese medidor de la riqueza de un país que es el PIB), en España, ha pasado de representar casi el 68% en el año 1996, a caer al 54,5% en 2006. En el mismo informe se constata que España tiene el discutible mérito de situarse a la cabeza de la Unión Europea en precariedad laboral. Más del 45% de los jóvenes entre 25 y 29 años trabajan en condiciones de temporalidad, más del doble que la media europea para esa misma franja de edad.
Las cosas parecen claras, es un chollo comprarse un televisor plano de 40 pulgadas o un portátil con un montón de gigas si uno lo compara con lo que costaba el año pasado, y es una ruina comprar un litro de leche que en un solo año se ha encarecido más del 30%, o una barra de pan, cuya alza se sitúa en el 15%. Lo fastidioso del asunto es que uno se compra un cachivache electrónico cada bastantes meses, y no hay quien resista sin ir a comprar la estructura básica de alimentos cada día. Y en ese asunto no hay "percepción psicológica desviada" de lo que vale realmente un euro. La creciente distancia entre la leche y el ordenador refleja adecuadamente lo complicado de la nueva realidad económica para mucha gente. El pan, la leche, el pollo o, evidentemente, la vivienda son un tipo de gasto obligatorio, y por tanto definible en términos económicos como inelástico. Es decir, que por mucho que aumenten los precios, su consumo no bajará. Si la barra de pan sigue aumentando, resulta difícil imaginar muchas alternativas viables. Empieza a pasar que la factura de una simple visita a una tienda de alimentación es notablemente superior al precio de una impresora de inyección de tinta de última generación, con lector de tarjetas y calidad fotográfica de impresión.
He ahí una de las más evidentes paradojas de la nueva época que vivimos: tenemos acceso de manera más fácil que nunca a productos de alta sofisticación técnica procedentes de Asia, y la misma emergencia de esos países en términos de capacidad de consumo está incrementando notablemente los costes de las materias primas. Es tremendo constatar como el enfoque y la dirección que está teniendo el progreso técnico en el mundo no le hace más fácil la vida a la mayoría de la gente, sino que le genera nuevas necesidades, nuevos deseos, sin que existan medios para alcanzarlos de manera inmediata. El día a día, en cambio, sigue estando atenazado por problemas de supervivencia, en la lucha constante por llegar a final de mes. Pero esa nueva realidad, en vez de hacernos caer en la impotencia, debería empujarnos a buscar nuevas formas más cercanas y locales de producción y de consumo de los bienes básicos. Y presionar para conseguir que la vivienda (la componente principal del gasto en muchísimos hogares de salarios medios-bajos) sea realmente accesible y concebida como un derecho esencial de las personas. A nuestros gobernantes les deberíamos exigir más vigilancia y compromiso con la defensa de los que menos recursos tiene para afrontar esa nueva realidad, y no una mera posición de espectadores críticos con la inconsciencia ciudadana. Y también una menor complacencia con las grandes cadenas de distribución que controlan el mercado de alimentación o con las inmobiliarias, que deciden de manera oligopólica sobre nuestros destinos.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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