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Columna
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Historia de dos ciudades

Joan Subirats

A las puertas de un nuevo Barcelona-Madrid, parece apropiado repensar ese tradicional enfrentamiento entre las dos ciudades a la luz de la evolución de los últimos años. La historia contemporánea de Madrid y Barcelona ha estado tradicionalmente centrada en una relación bipolar y dual, por la cual no se podía entender una ciudad sin la otra. Como decía José Carlos Mainer en su introducción al catálogo de la exposición del CCCB Barcelona-Madrid, 1898-1998, las dos ciudades han venido representando dos imaginarios bien distintos: "Europeísmo contra casticismo, arquitectura modernista y ensoñadora contra eclecticismo representativo..., en suma, la ciudad nacida de la voluntad de ser (Barcelona), contra la mezcla de cuartel y oficina del Estado que había crecido como patológica muestra de artificialidad (Madrid)". Ferran Mascarell, en el mismo catálogo, afirma: "Barcelona y Madrid son las dos capitales culturales del Estado (...), los veinte años transcurridos desde el inicio de la democracia las ha llevado al equilibrio". Y los dos insistían en la componente cívica de la capital catalana en contraste con la estatalista caracterización de Madrid. Pocos años antes, en 1994, EL PAÍS publicaba un artículo del añorado Vázquez Montalbán en el que afirmaba: "Madrid y Barcelona (...) han conservado una sanísima insana rivalidad que finalmente, sostengo, es la más sana de las rivalidades necesarias". En menos de 10 años, la evolución de ambas ciudades ha sido tan dispar que muchos de los comentarios anteriores han dejado de tener sentido. Ni por tamaño, ni por capacidad de crecimiento, ni por posición en el concierto mundial de ciudades, Madrid puede seguir comparándose con Barcelona.

No jugar en la liga de ciudades de Madrid es una oportunidad para no caer en la trampa del adversario

El salto que ha realizado Madrid en pocos años debe tener escasos precedentes. En estos momentos, los poco más de 100 kilómetros que separan Guadalajara (en Castilla y León) de Seseña (la patria del Pocero, en Castilla-La Mancha) son ya un continuum urbano, con varias autopistas que nutren la movilidad cruzada de la Comunidad de Madrid. Y la ciudad sigue extendiéndose en todas direcciones sin aparente capacidad o voluntad de frenar o reorientar el proceso por parte de las autoridades locales y autonómicas. Las expectativas son tremebundas. La ciudad dispone ya de suelo recalificado para construir un millón de viviendas que añadir a los 2,8 millones ya existentes. Y de hecho, ya está en marcha la construcción de dos centenares de miles de vivienda en lo inmediato, para llegar en pocos años a más de seis millones. Los datos que aporta el excelente estudio crítico del Observatorio Metropolitano sobre Madrid (Madrid, ¿la suma de todos? Globalización, territorio, desigualdad) no dejan lugar a dudas. En Madrid está en marcha desde hace tiempo una operación que mezcla intereses inmobiliarios potentísimos, con capacidad de preparación del terreno (y nunca mejor dicho) por parte de las administraciones públicas competentes, y reforzamiento espectacular de los servicios avanzados a empresas y del turismo de negocios. Entre 1993 y 2003, la Comunidad de Madrid aumentó el 50% su superficie construida, y en los años posteriores el crecimiento no sólo no se ha detenido, sino que ha aumentado. Han llegado más de un millón de personas a la ciudad y sus alrededores. La concentración de sedes de grandes empresas sigue imparable, y todo alimenta la gran growth machine a la que alude el informe mencionado. La ciudad cambia demasiado rápido para cogerle el pulso. A su tradicional falta de memoria se añade una velocidad de crecimiento que no ha permitido que surja un pensamiento crítico sobre qué ciudad quieren los madrileños. No hay debates sustantivos sobre el futuro y muchos opinan que la única polémica viva sobre los matices de futuro de la megalópoli los representan la "derecha" de Esperanza Aguirre, intervencionista y totalmente entregada a los intereses inmobiliarios y corporativos, y la "izquierda" de Ruiz Gallardón, que introduce matices, trata de construir relato y alardea de cosmopolitismo y modernidad sin raíces. Pero, anécdotas personales aparte, la senda de Madrid está clara: aprovechar las oportunidades de la coyuntura y situar a Madrid en la primera división de ciudades globales, aprovechando su posición de trampolín a Latinoamérica. Es evidente que la coincidencia de Gallardón preparando el terreno con tuneladoras a toda marcha haciendo metro, la inversión millonaria en autopistas y cinturones radiales por parte del Estado, la privatización de servicios públicos en la época de Aznar y la posibilidad de aterrizar en los países latinoamericanos con inversiones millonarias, han desubicado la dualidad y bipolaridad tradicional entre Madrid y Barcelona. El nuevo Madrid, como símbolo del capitalismo corporativo español y latinoamericano, no se entiende sin la globalización, sin el PP, sin la inmigración y sin Ifema como marco idóneo para una concepción de negocios basada en servicios avanzados a empresas y unos poderes públicos dispuestos a correr con los gastos de infraestructuras básicas. Los costes de la opción escogida aumentan para los que sólo pueden ser víctimas del gigantismo y de las crecientes distancias. Y mientras, se opta por privatizar servicios públicos o segmentar y diferenciar a inmigrantes de autóctonos.

Barcelona, entre tanto, se lamenta de la falta de salida posolímpica y trata de buscar las culpas en la incuria del Estado, o en las dudas de una sociedad poco propicia a grandes aventuras, en la que pesa la historia y las constricciones físicas. Es absurdo tratar de recuperar una bipolaridad perdida. Y es necesario optar por una vía propia con relación a qué futuro queremos para nuestra ciudad. La carta de la calidad de vida, de la cohesión social y de la sostenibilidad presentan menos atractivos a corto plazo para aquellos que miran con indisimulada envidia la vorágine madrileña. Pero puede anticipar una vía propia a la globalidad que, sin menospreciar tradición y enraizamiento, busque caminos en el conocimiento y la colaboración para adquirir perfiles autóctonos. Y para ello es preciso trabajar en la mejora de la funcionalidad y de la legitimidad al mismo tiempo. Tenemos un problema de escala (metropolitana), que precisa construirse atendiendo a la pluralidad de sus componentes y sin rebajar identidad, pero potenciando un marco de decisiones autónomo y compartido. Jugamos en una liga de ciudades diferente a la de Madrid. Pero ese problema es en el fondo una gran oportunidad para buscar nuestro propio campo de juego y no caer en la trampa del adversario.

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