El salario del hambre
Quien haya tenido dos jefes tirando de él al mismo tiempo, ignorante cada uno de la existencia del otro, comprenderá al vuelo que Arlecchino, servidor de dos amos es algo más que una comedia. Su protagonista encarna al emigrante rural del norte italiano, que hubo de buscarse la vida en la ciudad ante el hundimiento de los precios agrícolas. En su adaptación, Alberto San Juan lo transforma en un inmigrante contemporáneo sin papeles, en pugna por los peores trabajos. Todavía podría habérnoslo acercado más reencarnándolo en un español pluriempleado, porque el sueldo medio no da para sacar una familia adelante.
San Juan y Andrés Lima, director de Animalario, opinan que esta obra de Goldoni habla, en definitiva, de explotación y de lucha de clases. En realidad, ése es el paisaje de fondo de toda la commedia dell'arte, un teatro popular que reflejó con humor sarcástico las relaciones entre la burguesía incipiente y la servidumbre en los Estados italianos del quinientos en adelante. La actualización de Animalario es lícita porque tensa su modelo sin romperlo, y está muy bien traída. Quizá la osadía mayor de esta compañía sea haber reescrito un título que el Piccolo Teatro de Milán viene representando por todo el mundo desde hace seis décadas, en un montaje dibujado por Giorgio Strehler con tiralíneas. Éste está hecho a carboncillo, con trazo igualmente ágil, pero menos contorneado.
Beatriz San Juan idea un espacio escénico de vodevil: un falso interior lleno de puertas cuya apertura y cierre a toda mecha dan pie a momentos hilarantes, en los que casi siempre anda el protagonista de por medio. Javier Gutiérrez interpreta a Argelino con chispa, velocidad arrolladora y alguna alusión mínima a los gestos estereotipados del personaje original. Su inmigrante zascandil y sentimental arranca carcajadas. Verle quitándole el trabajo a otro paria, tirándole los tejos a la criada salvadoreña (Pepa Zaragoza, también estupenda) o intentando pegar con miga humedecida en saliva una carta que no debería haber abierto, y tragándose la miga de pura hambre cada vez que se la lleva a la lengua, resulta más elocuente que el discurso social que Alberto San Juan dice por boca de sus personajes. El adaptador no se hace oír más por hablar más alto.
El espectáculo, que tiene un comienzo feliz y una zona central algo morosa, recupera el pulso en la escena del banquete servido por el muerto de hambre, donde Lima homenajea con desparpajo al montaje de Strehler. También el lazzo (asunto cómico de libre desarrollo) de Argelino comiéndose a sí mismo está recreado con libertad y acierto, y el final es rotundo. La interpretación tiene calidad coral. El espectáculo ganará con algo de rodaje, pero también si, mediante incisión incruenta, se secciona algún tiempo lento y algún golpe redundante, de los muchos que recibe el pobre Argelino.
Babelia
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