10 muertos por cada dedo de mi hermano
El chií Amar prometió matar a 100 hombres por el asesinato de Jafaar
La primera parte de este reportaje sobre la nueva estrategia puesta en marcha por la Casa Blanca en Irak fue publicada ayer en la revista 'Domingo'. Esta segunda parte se centra en la violencia sectaria en Bagdad
Su primera víctima fue un taxista, el padre del pistolero más joven
"¿Queréis verme consolada? Dadme los restos de los asesinos", dice Um
"Si dejan en libertad a los asesinos, les mataré", dice Amar
"Si no puedo, mataré a sus hermanos o a sus padres"
Por casualidad, un iraquí al que conozco bien había empezado a trabajar para los estadounidenses en una base que se encuentra bajo la jurisdicción del coronel J. B. Burton. Le llamaré Karim. Es chií y vive en un barrio de Bagdad en el que hay gran mezcla, justo al este de Ghazaliya. Karim me contó que él y un amigo suyo, al que llamaré Amar (también he cambiado otros nombres que aparecen en su relato), han dado pistas para más de 40 redadas de los estadounidenses, con el resultado de varias docenas de terroristas capturados.
Según dice Karim, al principio recibió con gran satisfacción al Ejército de Mahdi, porque proporcionaba cierta protección contra los extremistas suníes. Sin embargo, la milicia se transformó en una especie de mafia que extorsiona dinero y secuestra y asesina a sus vecinos, tanto chiíes como suníes. Los hombres del Ejército de Mahdi en su zona consideran a Karim y Amar sus amigos y no tienen ni idea de que se dedican a delatarlos. Pero Karim dice que no sólo engaña al Ejército de Mahdi, sino también a los norteamericanos.
Amar es amigo de Karim de toda la vida. Hace tres meses, Amar y su hermano mayor, Jafaar, iban en la furgoneta de un amigo, Sayeed, cuando un grupo de hombres armados les hicieron detenerse. Amar reconoció que eran miembros del Ejército de Mahdi y supuso que iban a saludarlos. Cuando Sayeed frenó, el vehículo recibió una lluvia de disparos. Amar se agachó todo lo que pudo, mientras los pistoleros vaciaban sus Kalashnikovs. Salió ileso, pero Jafaar y Sayeed murieron.
Esa noche, Amar le dijo a Karim que, en el depósito de cadáveres, había jurado por el cadáver de su hermano que se vengaría. Prometió matar a cien hombres de Mahdi, 10 por cada uno de los dedos de Jafaar. Su madre, Um Jafaar, estaba de acuerdo, y le pidió a Karim que ayudara a su hijo. Él aceptó.
Su primera preocupación era asegurarse de que los milicianos de Mahdi no sospechasen de ellos. Durante el entierro de Jafaar, dieron grandes voces en contra de una tribu suní que vivía cerca. Pronto se corrió la voz de que los familiares y amigos de Jafaar culpaban de su muerte a los suníes.
Además, Karim y Amar decidieron que sería más fácil cometer los asesinatos si se ganaban la confianza de los estadounidenses. Karim fue a una base militar próxima y habló con un capitán. "Le dije al capitán: 'Si me ayuda, le ayudo. Amo mi país y a mis vecinos. Los Mahdi han matado a muchos amigos míos, y también a soldados americanos. Quiero cooperar'". Karim le dio al capitán los nombres de dos de los hombres que habían matado a Jafaar. El capitán respondió que, si les detenían, Karim cobraría algo de dinero. Él se negó: "Si cojo el dinero, eso me convierte en espía, y yo soy un caballero, no un espía".
Karim puso al capitán en contacto con Amar, que encaminó a los soldados estadounidenses hacia las casas en las que se encontraban los dos pistoleros. La operación fue todo un éxito. "Encontraron muchos fusiles y pistolas", explica Karim. "Los detuvieron, investigaron y quedaron convencidos de lo que eran: unos asesinos. Uno era joven, 15 ó 16, y había matado a cinco o seis personas. Estaba empezando. Ahora está en Bucca", un campo de prisioneros de EE UU en el sur de Irak.
"Entonces empezamos a matar", dice Karim. Su primera víctima fue el padre del pistolero más joven. Cuando le pregunté si el padre había tenido algo que ver con el asesinato de Jafaar, se quedó desconcertado, y dijo que no, pero que había sido agente de los servicios de espionaje con Sadam y que seguramente también había matado a alguien (en las vendettas tribales de Irak, es frecuente considerar a los familiares varones como blancos legítimos). Ahora, el padre era taxista. Karim le dijo a la hermana de Amar que, cuando le viera salir de su casa, le hiciera señas para parar y pidiera que le llevase hasta un almacén a las afueras de un barrio suní. "Amar y yo le seguimos", cuenta. "Ella se bajó y cruzó la calle. Yo le indiqué a Amar: 'Ahora".
Amar se colocó con su coche delante del taxista. "Amar se bajó del coche y le disparó en el rostro. Yo había puesto en la pistola, una SIG Sauer, cinco balas dum-dum y cuatro normales. Con una dum-dum basta para matar a un hombre. Le dije que no disparase más que cuatro y dejara alguna de reserva, por si acaso, pero utilizó todas". (Según Karim, Amar se disculpó después. "Dijo: 'Lo siento, no pude evitarlo, me volví loco").
Luego fueron a ver a un jeque suní al que conocía Karim, cuyo hermano estaba con los insurgentes. El hermano y sus hombres secuestraron a seis milicianos de Mahdi, entre ellos cuatro del grupo que había matado a Jafaar. Les llevaron a una casa en Mansur, una zona suní, a la que acudieron Karim y Amar. "Estaban atados y llevaban la cabeza tapada. Amar les dio una paliza excesiva; yo no", dice Karim. "Fingimos ser muyahidines suníes. Les dijimos: 'Si nos contáis la verdad os soltaremos, pero si no, os mataremos'. Por supuesto, era mentira".
Los hombres explicaron que su objetivo había sido Sayeed; Jafaar tuvo la mala suerte de estar en el coche. "Dijeron que habían matado a Sayeed porque era miembro de Badr", la rama militar del Consejo Supremo Islámico de Irak, un gran rival del Ejército de Mahdi, "y porque colaboraba con los americanos. Pero no es verdad. Le mataron porque era rico y no respetaba al Ejército de Mahdi. Tenían envidia".
Karim dice que él se fue antes de que acabara el interrogatorio, y que no habló con Amar hasta el día siguiente. "Cuando le vi, me dio un beso. Me dijo: 'He dejado tres cuerpos junto a las vías del tren y dos en la calle del Canal, para que se los lleven al depósito'".
"Repliqué: '¿Y el sexto, dónde está?' Amar me explicó: 'Se lo llevó el hermano del jeque, porque cree que mató a su primo".
Los asesinatos prosiguieron. Al cabo de 15 días, fueron a ver a Um Jafaar, la madre de Amar. "Le conté quién estaba muerto y quién en la cárcel. Se alegró mucho", dice Karim. "Luego dijo: '¿Queréis verme completamente consolada?" Um Jafaar les pidió que le llevaran fragmentos de los cuerpos de los hombres muertos. Amar hizo lo que le había pedido.
"A un hombre le cortó la oreja cuando todavía estaba vivo", cuenta Karim. "Pero te juro que Amar no ha matado nunca a nadie que fuera inocente".
Dice que Amar ha matado a 18 ó 20 hombres. "Al cabo de un tiempo, le dije a Amar que parase. Mi mujer también estaba muy enfadada conmigo. A mí no me gustaba hacer eso, pero era nuestro deber. Teníamos que matar a esos hombres, porque ellos estaban matando demasiado. Con las muertes de algunos de ellos, mis vecinos se alegraron; a veces, hasta los propios hombres de Mahdi".
Karim menciona al capitán estadounidense con el que trabaja Amar. "Amar es amigo del capitán, pero él no está enterado de esto". Y añade: "Amar era amigo de los Mahdi, verdadero amigo. Y te voy a ser sincero. Si no hubieran matado a Jafaar, seguiría siéndolo".
Amar le dijo a Karim que no dejaría de matar hasta que alcanzase su objetivo de cien víctimas. "Ahora tiene ansia de matar", dice Karim. "A veces creo que quizá se ha vuelto un poco loco".
En días sucesivos, confirmo que Amar está trabajando con el ejército estadounidense; también oigo que le da empleo un gran contratista militar privado. El caso de Amar subraya uno de los numerosos peligros que supone librar una guerra en una tierra cuya lengua y cultura son incomprensibles para la mayoría de los soldados. El ejército de EE UU puede hacer poca cosa sin la ayuda de aliados locales en todos los niveles, desde colaboradores como Amar hasta dirigentes políticos. Paradójicamente, las redadas perfectamente provistas de los estadounidenses son los momentos que más dejan al descubierto su vulnerabilidad en Irak. Los norteamericanos siempre van acompañados de sus espectrales Terps. A menudo actúan en función de chivatazos cuyas fuentes no están claras, sin saber qué hay detrás de ellos. Entre los iraquíes que he conocido que trabajan con los estadounidenses, los motivos parecen variar entre los pecuniarios -trabajo y un buen salario- y los patrióticos, o una mezcla de ambos. Ahora bien, en gran medida, su lealtad a la hora de la verdad es algo que está por demostrar.
La furia asesina de Amar no representa quizá ese tipo de problema para el ejército estadounidense, suponiendo que todas sus víctimas sean verdaderamente "malas". En las guerras, matar adquiere una especie de lógica perversa y, a veces, puede llegar a considerarse parte de la solución. El coronel Burton me dice con toda claridad que, cuando oyó que en la zona bajo su mando habían "liquidado", como dice él, a un líder tristemente famoso de la milicia chií, no lo lamentó en absoluto: "Si está muerto, significa que una gran zona que estaba dominada por él se ha librado de su control". No obstante, reconoce que el asesinato del líder chií desató una serie de venganzas entre facciones y hubo que dictar el toque de queda en el barrio. (Según me enteré más tarde, al líder de la milicia le mató el mismo hombre que ayudó a Amar a secuestrar a seis de sus víctimas, los seis hombres a los que torturó antes de matarlos).
En otro momento, le digo al coronel Burton que he oído hablar de que algunos iraquíes que colaboran con Estados Unidos llevan a cabo asesinatos por venganza. Me responde: "Voy a intentar ser claro: sé que trabajamos con personas que han suministrado información que ha permitido la captura de criminales y alijos de armas. También nos han llamado y nos han dicho que sabían dónde podíamos encontrar los restos de personas a las que buscábamos. En Irak hay una forma de justicia que es tradicional, pero hacemos todo lo posible para adelantarnos".
Las venganzas tribales son una característica esencial de la guerra de Irak desde que comenzó. La historia de Amar puede ser peculiar por la amplitud de sus ambiciones -un centenar de hombres a cambio de su hermano-, pero ese tipo de crímenes es corriente. Al menos parte del ímpetu inicial de la insurgencia iraquí surgió en la primavera de 2003, cuando unos soldados estadounidenses en Faluya dispararon y mataron a 17 manifestantes y varios familiares de los muertos quisieron vengarse mediante el asesinato de norteamericanos. En las familias tribales, suele ser la matriarca la que empuja a la vendetta, tal como hizo la madre de Amar.
Um Jafaar es una anciana muy guapa. Cuando llego a su casa, acompañado de Karim, viste una abaya (una túnica) negra, y veo que tiene tatuajes tribales en la barbilla y las manos. Me invita a sentarme en el sofá y se sienta en un sillón cercano. Las tres hijas pequeñas de Jafaar nos observan. Cuando le pregunto si desea venganza por la muerte de su hijo, se levanta de la silla, se aproxima y me besa en la cabeza.
"Sí, quiero venganza", dice. "Soy una madre que perdió a su hijo por nada". Empieza a llorar con sollozos desgarradores. Cuando se recobra, Um Jafaar señala a sus nietas. "Fíjese, no tienen padre", dice. "¿Por qué?"
Me cuenta que lleva los fragmentos de los cuerpos de las víctimas de Amar, envueltos en tela, a la tumba de su hijo en la ciudad santa de Nayaf, y los entierra allí. "Hablo con mi hijo, le digo: 'Mira, estos trozos son de quienes te mataron, me he vengado'". Traza un círculo horizontal con la mano y prosigue: "Los pongo alrededor de la tumba. Hasta ahora, he llevado una mano, un ojo, una nuez, dedos de la mano y del pie, orejas y narices" (Karim ha contado que la mano apestó la casa durante días). Le pregunto a cuántos hombres de Mahdi ha matado Amar. "No sé: ¿Dieciocho, veinte? Pero mi corazón sigue sangrando. Aunque los matemos a todos, nada me consolará", asegura.
"Los americanos los cogen y los meten en la cárcel", sigue Um Jafaar. "Pero ésa no es la solución, ¡hay que matarlos!" Se vuelve hacia mí: "Dígale a los soldados americanos que estoy dispuesta a luchar con ellos contra el Jaish al Mahdi. Soy mujer, pero estoy dispuesta. Cuando vengan aquí, sacrificaremos todo por ustedes, porque ustedes no han matado a mi hijo. Rezo por los americanos -aunque sean cristianos y judíos- y al profeta Mahoma para que les proteja".
Hace unos días, me cuenta Um Jafaar, estuvo en el funeral de un soldado del Ejército de Mahdi y se enteró de que uno de sus camaradas había jurado vengarle: Dijo: "Si antes les decapitaba cortándoles el cuello, ahora lo haré cortándoles a la altura de la boca", y hace un gesto para mostrar cómo.
Suena el teléfono móvil de Karim. Contesta y empieza a hablar en árabe. Después me dice que era Amar, que estaba por ahí con una patrulla estadounidense. "Han cogido a dos del Jaish al Mahdi, y los Terps de los americanos están obligándoles a bailar a punta de pistola", se ríe. Pregunto a Karim si puedo hablar con Amar. Me dice que ya verá.
Varios días después de conocer a Um Jafaar, Karim organiza un encuentro con Amar. Es un hombre de treinta y tantos años, con la cabeza afeitada, un rostro carnoso y desigual y un bigote frondoso. Tiene un aire inquietantemente sereno, y me resulta difícil mantenerle la mirada mucho tiempo.
Amar habla en tono monocorde y con naturalidad. "Jafaar tenía diez dedos; cada uno de sus dedos valía lo mismo que diez tipos del Jaish al Mahdi", explica. "Así que decidí vengarme en cien de ellos. Hasta ahora, me he vengado en veinte".
¿Cuenta a los que ha ayudado a que capturen los estadounidenses?, le pregunto.
Amar niega con la cabeza. "Algunos están en la cárcel", dice. "Si les dejan en libertad, les mataré. Si no, mataré a sus hermanos o sus padres. Hoy tengo a uno en mente". Karim y él hablan un momento en árabe. Karim se vuelve hacia mí y me dice: "Sí, ese hombre se lo merece. Ha matado a unas 300 personas en Bagdad".
Amar habla de un barrio próximo. "A casi todos los cojo y los mato allí", dice. "Está a dos minutos de Hay al Adil, un barrio suní. Los de Jaish al Mahdi creen que la gente de Hay al Adil es la que está matándolos", sonríe con languidez. "Vienen conmigo porque son amigos. Confían en mí, esos de Jaish al Mahdi". También cuenta que invita a los hombres de Mahdi a un almacén de su propiedad "para comer, beber, o hacer carreras de pichones. Me invento cosas distintas". Una vez allí, introduce alguna droga en su té o sobre los dátiles que les ofrece. "Se duermen y entonces les doy un disparo en la cabeza". A veces, les degüella.
"Los americanos son demasiado honorables, limpios", dice. "Tienen que matar a esos tipos. Son gente sucia. En cualquier caso, si ellos no los matan, lo hago yo. Pero, como ayudo a los americanos a detenerlos, eso hace que no sospechen de mí".
Antes de la muerte de Jafaar, Amar tenía sus faltas: la bebida, las mujeres. En su búsqueda de venganza, se ha acercado a Dios, y eso, dice, es lo que le permite seguir adelante. "Dios quiere que mate a esa gente. Matar gatos está haram, pero matar a los de Jaish al Mahdi está bien," dice. "Han estrangulado a honrados suníes ante mis ojos. Y yo no creo que haya diferencias entre los suníes y yo; me indigna todo eso. Los Mahdi no son como antes; ahora matan a chiíes y a suníes sin razón alguna. Si voy al infierno, estaré a gusto, porque me habré vengado". Añade: "Sinceramente, creo que sólo dormí mal después del primero, porque antes no había matado nunca. Después, empezó a parecerme normal".
La semana pasada, volví a hablar con Karim. Me dijo que había pasado algo, que ahora hay motivos para creer que el Ejército de Mahdi se ha enterado de que Amar tiene que ver con los asesinatos. Karim le está animando a que se vaya de Bagdad, al menos durante un tiempo. Si no lo hace, hay muchas probabilidades de que se convierta en un blanco. Pero, por ahora, Amar se limita a llevar una vida discreta.
© 2007, Jon Lee Anderson
Reportaje publicado en The New Yorker.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.