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El velo pintado

Gustavo Martín Garzo

Estamos en el circo. Suena la música y vemos aparecer a un hombre delgado y flexible. Camina hasta el centro de la pista y, tras saludar al público, se encarama a una cuerda y empieza a subir por ella. Llega hasta lo alto de la carpa y allí alcanza el trapecio, su único reino en esta tierra. Vuela de un lugar a otro, realiza insólitas piruetas ajeno en apariencia a esas leyes de la gravedad que limitan los movimientos de las otras criaturas del mundo. Y sin embargo, no es cierto que sea así. Su corazón late apresuradamente, y teme caerse. Puede que no se sienta bien ese día, y que permanecer en el trapecio sea una fuente de sufrimiento. O que simplemente le aburra, pues ha realizado tantas veces esos ejercicios que ya no suponen nada nuevo. Por fin, desciende y regresa a la pista. Todos le aplauden, y él acepta ese homenaje con condescendencia, como lo haría una criatura de otro mundo que exhibiera orgullosa sus facultades ante los simples mortales. Pero es un impostor, y él sabe que desde que ha subido allí arriba no ha hecho sino mentir.

El arte, como el juego, vive en esa zona que hay entre el mundo real y el de los sueños
El político es un actor. Algunos lo olvidan y pierden la cabeza al tener que dejarlo

Ahora estamos en el teatro. Un grupo de bailarinas se mueve sobre la escena iluminada. Van vestidas con trajes leves y recuerdan flores esbeltas milagrosamente dotadas de movimiento. Van de un lado a otro, como si vivieran en un espacio mágico. Pero sólo son unas pobres muchachas. Muchachas que desde niñas han tenido que someterse a un régimen implacable de ejercicios, cuyos pies han llegado a sangrar y que han tenido que soportar el malhumor de sus maestros. Que viven en un mundo de celos, delirios y desatinos, y cuyos cuerpos reales nada tienen que ver con esos idealizados que exhiben en el escenario. Por lo que bien podríamos decir que también ellas, como el trapecista, se engañan a sí mismas, si es que de verdad creen en lo que hacen, y, sobre todo, tratan de engañar a los que las vamos a ver.

Eso es el arte, un mundo de autoengaños y simulaciones, fingir algo que no se es, o que, al menos, no se es del todo ni en todos los momentos. ¿Necesitamos engañarnos porque de otra forma no podríamos soportar la vida? Puede ser, pero no es menos cierto que la carpa de un circo, la escena de un teatro, son lugares sustraídos al engaño que es todo y que si vamos a ellos es buscando alguna forma de verdad.

Shelley escribió un hermoso poema llamado El velo pintado. El poema habla de la vida como de un velo pintado, lleno de hermosas imágenes, pero que no conviene levantar. Y habla de alguien que una vez lo hizo, buscando algo que amar, pero no encontró nada. Eso hacemos todos, queremos ver más allá de ese velo, pero a la vez lo necesitamos a nuestro alrededor. Tal vez porque sentimos que la vida no sería soportable si no nos protegiera con sus engaños.

Pondré otro ejemplo. Una pareja joven tiene un niño y viven felices cuidándole. Todos los días lo llevan de paseo. Lo muestran como si fuera un pequeño

dios, alguien que han encontrado flotando sobre las aguas y que ha venido a cumplir un destino de luz y clarividencia. Y sin embargo, no es cierto que lo hayan encontrado en un río sagrado, ni que tenga ningún destino que cumplir. Aún más, desde el primer momento está marcado por el estigma de la muerte. Pero pensar en eso les llenaría de angustia. Por eso nuestra pareja tiende sobre su niño ese velo pintado que son los cuidados maternales. Se trata de una dulce y extraña mentira, que sin embargo les gusta representar. Tal vez porque, como dice el poema de Shelley, más allá sólo anida el miedo.

Nunca abandonamos la escena del teatro y bien podríamos decir que todos somos impostores. Lo somos cuando llevamos a nuestros hijos a la escuela, cuando nos vestimos para una fiesta, cuando vamos a un tribunal o a una reunión de negocios. En todos esos casos estamos representando un papel. En ninguna otra esfera de la vida social es más patente esto que en la política. El político es básicamente un actor, alguien que actúa sin descanso ante los demás, cuyo ser mismo es representación. Algunos llegan a olvidarlo y, cuando se ven forzados a dejar esa vida pública que llevan, literalmente pierden la cabeza. Algo así es la locura, que bien podría consistir en empeñarse en continuar con el papel que estuvimos representado fuera de la escena del teatro. De ahí su obscenidad, ya que lo obsceno es aquello que, debiendo permanecer escondido, nos empeñamos en hacer aparecer ante los ojos de todos. La pornografía es obscena, porque lo que muestra debería quedar en el ámbito de la intimidad; y la locura también lo es, porque hace público lo que sólo debió existir en el ámbito de nuestras fantasías.

El arte es otra cosa. Consiste en representar un papel, pero manteniendo un resto de cordura. Como el juego de los niños, vive en esa zona intermedia que hay entre el mundo real y el mundo de los sueños. Es un puente entre ambos. Al artista, como al niño, le importa su sueño, pero también regresar al mundo real. Como el trapecista, vuela a lo alto, pero sabe que tiene que descender, ocuparse del mundo que le espera aquí abajo, entre los simples mortales: de su familia, de su trabajo, de sus compromisos con los demás. ¿Cuál de esas vidas es la suya? O mejor dicho, ¿dónde esta su verdad? ¿Allí arriba, en el trapecio, o aquí abajo, cuando lleva a su hija a la escuela? Yo diría que sube al trapecio para poder llevar con dignidad a su hija a la escuela.

Scott Fitzgerald decía que la tarea del artista es trabajar para los demás, de modo que puedan aprovechar la luz y el brillo del mundo. Nuestro trapecista hace eso, sale a escena y convoca su luz. ¿Sólo para lucirse él? No, también para crear con sus actos un espacio de visión y de conocimiento. Todos queremos que las cosas brillen a nuestro alrededor. Por eso fingimos y decimos mentiras sin parar. No todas son iguales. Unas pertenecen al mundo de respetabilidad, y tienen una función práctica, la de obtener un beneficio o adquirir alguna forma de poder sobre los demás; las otras, al de la decencia, y su mundo tiene que ver con el cuidado. Esa pareja de la que hablé antes no hace sino levantar con sus simulaciones un mundo frágil frente a la oscura arquitectura de la muerte. Mienten para abrir un espacio en la nada donde su hijo pueda crecer y vivir.

Eso era el circo para los niños de mi época: el lugar donde todo era posible. Allí todos mentían y, sin embargo, era un maravilloso lugar de decencia: la Casa del Honor. Y quiero que se entienda esta palabra de la forma en que lo hace Rafael Sánchez Ferlosio al explicar el conflicto de Lord Jim. "El sentimiento de honor perdido", escribe Ferlosio, "no es un conflicto psicológico. El honor es una relación de lealtad con los demás". De forma que el deshonor no es tanto "haberse fallado a uno mismo" sino "haberles fallado a los otros".

En la película Titanic hay una escena inolvidable. El barco se está hundiendo y aún así el grupo de músicos continúa tocando. Saben que van a morir, pero ellos siguen tocando para los pasajeros como si nada estuviera pasando o como si esa música les pudiera salvar. ¿Lo hace? Sabemos que no, pero así son las personas decentes. No suelen hacer nada práctico, pero gracias a sus locuras el mundo se transforma en un lugar a la altura de nuestros sueños.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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