Pisa
Se veía venir de lejos, o mejor oír, como la avalancha que anuncia un rumor al que al principio no se hace caso; y cuando quiere darse cuenta, el alpinista descubre con espanto que la montaña se le viene sobre el cráneo. Hace muchos años ya que los docentes andaluces practicamos la escalada, a menudo sin arnés que nos proteja de los costalazos, pero sólo cuando se produce el alud las altas instancias comienzan a advertir que las cosas no funcionan tan bien como debieran. A pesar de las contusiones, dudo de que ningún profesional de la educación se haya sorprendido de los resultados del funesto informe Pisa y de que nuestra comunidad ocupe el lugar de cola de un país que tampoco se señala por sus bondades académicas. Lo penoso es que hasta que un observador externo no decida meter las narices en la olla y declarar solemnemente que el potaje huele mal, los responsables de la cocina prefieran no darse por aludidos: da igual que los pinches protesten por la pésima calidad de las cucharas, da lo mismo que los recetarios demuestren una y otra vez que esas combinaciones de salsas sólo consiguen atentar contra el paladar. Pero basta de símiles deportivos y gastronómicos: la cruda verdad, sin piolets ni espumaderas, es que quienes se hallan en primera línea sabían desde mucho antes del dichoso informe que nuestro sistema educativo adolece de carencias catastróficas y que, de seguir así, habrá que abandonar la esperanza de competir con otros mucho más avanzados que sí se preocupan del rango cognitivo de sus alumnos. Las causas de dichas deficiencias se ramifican como la rajadura de un cristal, pero hay una que se halla en el origen de todas las otras: la inexplicable reducción de los centros de estudios a guarderías o catequesis. O, como prefiere la arcana ciencia de los pedagogos, la sustitución en las programaciones didácticas de los conceptos por los procedimientos y las actitudes.
Desde la Ilustración, desde Sócrates, la instrucción tiene por objeto convertirnos en individuos más plenos, responsables de sus capacidades y consecuentes con sus actos. El Humanismo, que por algo se llama así, formuló ya en una fecha que se pierde en la mugre de los calendarios que la persona sólo puede realizarse íntegramente, abrillantar sus aptitudes morales y convertirse en un ciudadano perfecto (del latín perfectum, que significa "terminado") a través del recurso al conocimiento. La lectura de los clásicos, la capacidad de conjugar un verbo, el recuerdo de la fecha en que se produjo una batalla y la reflexión sobre los pensamientos de un hombre que murió pueden no aportar utilidad para alcanzar el trono de una empresa o solicitar una subvención pública, pero su eficacia, no evidente a primera vista, afecta a estratos más profundos y asentados de todo individuo. Hoy se nos dice que la lista de los emperadores romanos debe dejar paso a la de los derechos del ser humano y que resulta más valioso conocer los principios del funcionamiento democrático que los de la termodinámica. La escuela se convierte así, bajo la excusa de educar en la concordia y el altruismo, no en un cauce de transmisión del saber, sino en un campo de adoctrinamiento. Lo cierto, lo que debería hacernos pensar de una bendita vez, es que esos países que el informe Pisa reconoce como más descollantes en áreas como la ciencia y el dominio del idioma, son los que luego registran mayores cotas de compromiso ciudadano y cuentan con sociedades en que la democracia no consiste en un mero pretexto para el pugilato político. Si la torre de Pisa amenaza con volcar, serán nuestros conocimientos de geometría y cálculo los que nos ayuden a mantenerla en su sitio, no arengas estériles sobre la importancia de empujar todos a la vez para que no siga cayendo. Y pido perdón por la pedantería de la comparación.
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