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Columna
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La verdad

Manuel Rivas

Un joven editor heroico e irónico, Moisés Barcia, que está publicando desde el pequeño puerto costero de Cangas de Morrazo una asombrosa biblioteca universal, la de Rinoceronte, armada con la técnica de un carpintero de ribera, me habla de una figura fascinante en el mundo literario. La del traductor cleptómano. El traductor que va desplumando de posesiones a los personajes. Por ejemplo, si un personaje tiene cien caballos, el traductor los deja en cincuenta y se queda con la otra mitad. Y, de un capítulo a otro, puede desaparecer el anillo con diamantes de la protagonista. ¿Qué ha pasado? Que se lo ha afanado el traductor. Esa enfermedad profesional no aparece descrita entre las que padecían los profesionales de la Escuela de Traductores de Toledo. Al parecer, la dolencia más común en el gremio era la de los callos del nalgario, que se trataban, según Cunqueiro, con baños de cebada y citrón. Y la más terrible, la que producía un mosquito, antecesor del troyano informático, que con sus picaduras borraba palabras y hasta lenguas enteras de la memoria. Fatigado por el estrés, atacado por los modernos virus depredadores, el traductor pierde palabras que se desvanecen como el polvo. Así que parece justo, y hasta entrañable, que se quede con algo de la ficción. Con una magdalena de Proust, un vaso o dos del Mint Julep del Grant Gatsby y hasta con el dinosaurio de Monterroso de mascota. Tal como está el asunto inmobiliario, tampoco nadie se extrañaría que de la Divina Comedia de Dante desapareciese un día el cuarto recinto del Noveno Círculo. Hace falta suelo para recalificar. Lo más horroroso suele ocurrir en la otra dirección. Cuando el poeta sufre el expolio de la realidad. Cuando le arrancan la carne de las palabras. Los compañeros. El hijo. Aquel olor, diría John Berger, que precedió al olor del aire. El olor de la verdad de Juan Gelman.

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