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Columna
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La destrucción o el amor

Hace muchos años pasé varias noches en una playa de Cádiz junto a una amante bellísima. Además de ser una mujer muy hermosa poseía una inteligencia y una delicadeza cruciales. Amaba, seguramente, con la médula del corazón y por ello le gustaba repetir que deseaba vernos unidos hasta la ancianidad, enamorados con achaques y canas. Obviamente, yo no osaba contradecirla.

Un día fuimos, sin embargo, a cenar en una plaza de Barbate y, mientras ojeábamos la carta, vinieron a sentarse a nuestro lado una pareja de esposos adentrados en los sesenta. Ella parecía muy vivaz mientras el marido, relativamente silencioso y aturdido, se dejaba conducir de su mano. Esa fue mi primera y única observación porque, colocados a mi espalda, dejé pronto de tenerlos en cuenta. Fue, sin embargo, mi pareja que no cesaba de observarlos quien me indicó, guiada por su ilusión de compartir amorosamente el fin de las existencias, la escena encantadora que se desarrollaba entre ellos. La mujer le estaba dando la sopa acercando esmeradamente la cuchara hasta sus labios y él, tras una pausa, sorbía. Me volví para contemplar esa estampa que tanto admiraba mi amante y asistí, sin quererlo, al trance en que él no entreabría los labios de acuerdo a la cadencia establecida y ella, ya impaciente y desbordante de ira, exclamaba: "¡Abre la boca, cabrón!".

No deseé realizar deducción alguna en aquel instante pero esa escena histórica no ha dejado nunca de removerse en mi interior. ¿Pueden amarse los cónyuges después de treinta o cuarenta años? ¿Cabe presagiar la permanencia o el renacimiento de algún idilio en la relación? Todo es presagiable, mientras nada parece probable.

La inmensa mayoría de los matrimonios largos adquieren un rencor recíproco que constituye el reiterado nutriente de su comunicación. No se separan para agredirse más cerca ni tampoco se concilian para evitar embalsamarse en una estabulación sin porvenir. ¿Los hijos? En la violenta serie de Telecinco Escenas de matrimonio no hay hijos porque precisamente con ellos la permanente agresividad hallaría un punto de fuga que mitigaría la destrucción.

Sólo un hijo, un adultescente de 30 años, trasmutaría la agresividad en agresividad desplazada y orientaría ese mal oscuro en direcciones diversas que atenuarían la hostilidad. Un adultescente en casa no es sólo, como se acepta a primera vista, un malherido social, un joven sin empleo, sin vivienda y sin misión. La oculta función que el adultescente desempeña en el equilibrio social es casi equivalente al desequilibrio que se reconoce abiertamente.

Sin ese hijo de por medio los padres se matarían entre sí como, en efecto, ocurre en múltiples casos de la mal llamada violencia de género. Y no morirían, como se ve, asesinados unos y suicidados otros, por la supuesta violencia machista sino por la criminalidad inscrita en la relación. ¿O puede creerse que un varón de 70 años, a menudo en silla de ruedas, mata a su mujer por una razón más poderosa que la doble e insufrible cadena perpetua que se infieren?

Un hijo en casa distrae la relación conyugal, colabora al soporte del yugo e impide la mutación del hogar en su hoguera. A los adultescentes, en fin, hay que reconocer el benéfico efecto de su prolongada presencia, su grado de absorción de impactos, su continua provisión de argumentos y entretenimientos contra la conspicua inclinación a matar.

Cuando los adultescentes dejen algún día de anidar en los hogares las escenas de matrimonio acentuarán su paso a la hecatombe, como de hecho ocurre en los países del norte de Europa. Todo matrimonio encierra en sí una explosión mortal. Unas veces se llega a tiempo de desmontar el artefacto y, otras, una extraña salvaguarda divina amortigua el destrozo. Pero cuando ni la presencia del artificiero ni la presencia alargada del hijo están al quite, será mejor, cuanto antes, quitarse de en medio.

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