Padre de entonces
Hasta entonces era un hombre silencioso, sus ojos grandes, casi onettianos, parecían llorar un antiguo cansancio; pero de pronto, en la atmósfera que se había hecho en el Ateneo de Madrid, Juan Gelman tomó la palabra, miró al auditorio con sus gafas cortadas, dejó a un lado el cigarrillo y leyó unos versos que ya le habían sobrecogido, y que dejaron allí, como una metáfora, la larga agonía de un hombre a quien la bota militar y su sucia historia convirtieron en huérfano de su hijo.
Estos versos resonarán siempre como una daga en el cuello de los asesinos. Su destinatario era el hijo asesinado, su alma era la nieta que buscó, pero las palabras, lo que dijo como si lo estuviera escribiendo dentro de una botella que va al aire, constituían entonces el testimonio que ya pugnaba en sus ojos por convertirse en lágrimas o en versos; ahora son una oración civil contra la ignominia.
Gelman era el huérfano universal, el portador de las preguntas y la rabia
Enfundado en unos pantalones vaqueros, huidizo, decididamente triste, vestido con un saco marrón, una camisa igualmente marrón con rayas blancas, Gelman era allí no sólo el padre sino el huérfano universal, representaba a los desaparecidos, era el portador de las preguntas y de la rabia, el hombre que una vez había dicho de las penas: "Es un territorio muy amplio, probablemente argentino".
Argentino y apenado, tenía ya en el rostro la cara de la memoria, como si sus versos y también su cuerpo, pero sobre todo su mirada acuosa, lánguida, extrañada, no se acostumbrara nunca -ni con el alcohol, ni con el tabaco, ni con las guitarras de madrugada- a ese tango terrible que la dictadura le dejó en la memoria y en el cuerpo. La búsqueda del hijo, de la madre, de su criatura, fue incesante, como una historia que le llevara de un lado a otro hasta que se produjo el final del recorrido; encontró a la nieta que le desaparecieron y halló al fin el rastro de las miradas que le habían asesinado.
Ese día del reencuentro lo celebró en silencio, es su modo de mirar: silenciosamente. Mario Benedetti dijo aquel día del año 2000: "He hablado con Gelman, está de lo más feliz".
Esa felicidad extraña, lánguida, su modo de ser feliz, fue el instante más precioso de la historia inacabable que le había herido, y que él esculpió en los versos que había leído en el Ateneo de Madrid, ante una multitud que no vio cómo le temblaban las manos mientras sostenía el papel brevísimo en el que había versos como estos que ahora parecen el autorretrato de lo que él mismo llamó padre de entonces: "Así que has vuelto / como si hubiera pasado nada / como si el campo de concentración no / como si hace 23 años / que no escucho tu voz ni te veo / han vuelto el oso verde tú / sobre todo larguísimo y yo / padre de entonces / hemos vuelto a tu hijar incesante / en estos hierros que nunca terminan / ¿Ya nunca cesarán? / ya nunca cesarás de cesar / vuelves y vuelves / y te tengo que explicar que estás muerto".
El peso de la historia rota cayó sobre él y le quitó el juan y el gelman de su nombre; la derrota le hizo una voz total de la tristeza. Un día le pregunté: ¿quién eres? Y dijo: "Quién sabe. Yo, no".
Babelia
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