Cine independiente y puñetazos
Las últimas mutaciones del espíritu 'indie' en el certamen asturiano
Han pasado 18 años desde que el norteamericano Hal Hartley debutase con La increíble verdad (1989). Tiempo suficiente para que el concepto de cine indie creciese como una burbuja, viviese su particular decadencia y renazca hoy en forma de útil etiqueta de mercado.
"La industria lo neutraliza todo, pero es natural", afirma Hartley, que en esta 45ª edición del Festival Internacional de Cine de Gijón ejerce de miembro del jurado y, por tanto, se convierte en testigo privilegiado de las últimas mutaciones de un fenómeno que vio nacer. "La fuerza motriz de la industria del cine es el negocio", continúa, "y el negocio es siempre conservador, tiene que serlo para sobrevivir. Se acaba haciendo algo convencional, pero con la pátina de indie: permanece sólo la apariencia de esa sensibilidad".
La mirada europea destaca por su capacidad de poner el dedo en la llaga
Hartley ha presentado, fuera de competición, su último trabajo, Fay Grim, secuela de su Henry Fool (1997) -premio al mejor guión en Cannes- y marcado ejercicio de autocomplacencia.
Desde que Jim Jarmusch encendiera la mecha del indie con Extraños en el paraíso (1984), algo se ha perdido tanto en cuestiones de frescura como en capacidad desestabilizadora. "El éxito de Jarmusch cambió la manera de pensar de la industria e hizo posible que, durante dos años, surgieran nuevas miradas en el mainstream", recuerda Hartley.
Juno, de Jason Reitman, y Grace is gone, de James C. Strouse, dos de las películas norteamericanas presentes en la sección oficial, resultan sintomáticas de ese cambio en el paisaje. La primera cuestiona tópicos y lugares comunes del cine comercial, pero reproduce sus formas con una precisión casi caligráfica y sabe modular su carisma para gustar a públicos muy diversos.
Grace is gone es un ejemplo de libro de las nuevas ficciones postraumáticas. En ella, John Cusack encarna a un hombre demolido que no sabe cómo contar a sus hijas que su madre acaba de morir en la guerra de Irak. Mientras planea su estrategia, se lleva a las niñas a un parque temático. Es, casi, un melodrama republicano, con algo de telefilme y visible lujuria de Oscar.
Si algo ha hecho grande y necesario a un festival como el de Gijón ha sido su capacidad para reorientar sus radares, siempre en busca de la emergencia de nuevas miradas y discursos de riesgo. Si el indie americano ha dejado de estar en el centro del mapa, el cine europeo hace gala de una renovada capacidad para poner el dedo en la llaga. Sus conclusiones son oscuras -la moral de la vieja Europa está alcanzando alarmantes niveles de putrefacción-, pero, por lo menos, la platea se ve obligada a enfrentarse a verdades incómodas. Tan incómodas como las que contiene Import / Export del austriaco Ulrich Seidl, disección de las relaciones Este / Oeste en el continente, con el individuo reducido a pura (y maltratada) mercancía. "El Oeste se interesa en el Este por motivos puramente capitalistas", apunta Seidl. "No hay diálogo entre los dos lados. El Este quiere parecerse al Oeste y sólo puede adquirir los restos del capitalismo. Es algo que nos concierne a todos. No es un mundo ajeno".
El cineasta no ahorra a los espectadores imágenes estomagantes y escenas de humillación dilatadas hasta lo imprudente. También el ruso Alexéi Balabanov se sumerge en la Europa oscura en la muy interesante Cargo 200: una comedia cruel ambientada en plena caída libre de la Unión Soviética, donde los asesinatos brutales conviven con crisis ideológicas. En La question humaine, el francés Nicolas Klotz formula la idea más agresiva del certamen: el nazismo ha triunfado gracias al lenguaje. De momento, el festival, que se clausura mañana, no ha dado cabida a su gran película irrefutable, pero su programación ha ofrecido un completo diagnóstico de un periodo de cambio: una foto movida donde el cine europeo muestra los dientes.
Babelia
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