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Columna
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Maltrato como espectáculo

Josep Ramoneda

Decía James G. Ballard en una de sus últimas novelas que la próxima revolución será por el parking. Así se explica el escaso rechazo político y social que ha merecido el llamado caso Svetlana. Hay hechos que corroboran la sospecha de que nuestras sociedades se están hundiendo en un totalitarismo de la indiferencia. Lo que ocurrió en el Diario de Patricia fue una verdadera escalada de irresponsabilidades. Colocar a una mujer frente a su maltratador es ya de por sí un disparate. Si además el encuentro se organiza sin conocimiento -y, por tanto, sin consentimiento de la mujer- el disparate se convierte en provocación. Y a todo ello hay que sumar el agravante de reincidencia, porque no es la primera vez que una cita en telebasura tiene trágicas consecuencias. Con todo, lo peor es el desprecio por la víctima de los maltratos, a la que se coloca ante la pantalla para que el maltratador juegue con ella ante la mirada del público.

¿Qué se pretende? ¿La reconciliación? Sólo desde una posición ideológica muy reaccionaria, propia de un catolicismo integrista que pone el matrimonio por encima de las personas y exige a las mujeres que muestren resignación y aguante, se puede plantear como un fin deseable la reconciliación de la pareja. No hay que ser psicólogo para saber la rapidez con la que se reproducen las situaciones de abuso y maltrato, por muchas promesas de amor y lealtad que se hagan. De modo que en una sociedad en que el dinero es la medida de todas las cosas sólo queda una justificación, la audiencia. Todo vale por la cuota de pantalla. Los argumentos con los que se ha querido defender el disparate abonan esta idea. Por ejemplo, el argumento de la libertad de expresión. ¿Qué tiene que ver con la libertad de expresión poner a una mujer ante su maltratador? Por ejemplo, el argumento de que si quería matarla la habría matado igual. Es una invitación a la irresponsabilidad permanente. Demos pantalla al delincuente, que nos dé espectáculo y después que haga lo que quiera, en cualquier caso lo hubiese hecho.

La televisión como medio frío tiene ventajas e inconvenientes. La ventaja: que atempera las bajas pasiones de los espectadores (a riesgo de hundirlos en la indiferencia) y el inconveniente: que banaliza casi todo lo que toca y especialmente la violencia. La multiplicación de las imágenes de crueldad las acaba convirtiendo en simple telón de fondo de la cena familiar. Y hay que buscar emociones fuertes para sacar al telespectador de la modorra. Esto es lo que buscan este tipo de programas de explotación del morbo. Desde las televisiones públicas y privadas apenas se ha dicho esta boca es mía. Unos porque realmente no practican el horror espectáculo y las responsabilidades son concretas, no generalizables a todo el sector, y otros por no arruinar el negocio de la telebasura. Desde la política, perfil bajo: el PP ha preferido acusar al Gobierno antes que mirar de frente a determinados programas de televisión. La derecha ha sido siempre muy sensible a lo que da dinero. Afortunadamente ha salido la vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, a intentar poner las cosas en su sitio. Parece mentira que ante un hecho de estas características las televisiones no sean capaces de regularse por sí solas. Supongo que son los efectos de la lucha a muerte por la audiencia. Se acostumbra a decir que política y moral son incompatibles, pero en este caso me parece que el conflicto es entre moral y dinero, otro territorio plagado de incompatibilidades.

El debate en los medios ha tendido a desplazarse hacia el escaso control de los programas en horario infantil. Me parece que en este caso es una ocultación del problema de fondo. Se puede discutir mucho sobre lo que es bueno y lo que es malo que vean los niños, se puede pensar que la violencia televisiva incita a la violencia o lo contrario, que la violencia televisiva tiene efectos sublimadores, y, se puede incluso sospechar que a veces la protección a los niños puede ser coartada para limitar la expresión.

Pero el caso Svetlana es de otro nivel. Y esto es lo que me parece que todo el mundo ha olvidado. Este caso tiene que ver con el respeto a la mujer, que además es víctima. La exposición a una visibilidad para lo que no ha dado su consentimiento y el hecho de alienarla, es decir, de convertirla en objeto para el goce del maltratador es lo que me parece inadmisible. Es una ofensa a todas las mujeres. Y si las televisiones no se autorregulan habrá que prohibir estas exhibiciones. El maltrato a las mujeres no puede ser un espectáculo televisivo.

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