La calle que no dormía nunca
Esta calle de aspecto más bien dormido fue durante muchos años la calle que no dormía nunca. Tenía entonces un pomposo nombre oficial con sabor a guardia y cachiporra -calle del Conde del Asalto- y estaba especializada en academias de baile, garitos de juego, salas de strip (que con la ropa de entonces debían de exigir un ritual complicadísimo), casas de señoritas dispuestas a todo y bares de primeros auxilios. Hoy, en la entrada por el Paral·lel, una estatua de Raquel Meller es centinela de los recuerdos, los años que pasaron y las mujeres que se fueron, las copas vacías y los pecados que la calle ha perdonado para siempre.
Los garitos de juego, sobre todo hacia la década de 1920, destilaban riqueza. Las fortunas de la ciudad se dejaban allí el dinero, ya que no podían dejarse la honra, y cuando la poli hacía una razzia, todo aquel señorío se ocultaba bajo los tapetes de las mesas. Por el borde de esos tapetes brotaban manos bancarias, cada una con un billetito. Hecha la recolecta, la poli se iba y la vida seguía su curso.
Las academias de baile eran pródigas en empresarios que soñaban morir en la calle y señoritas que soñaban escapar de la calle, en busca de mejores sitios donde seguir demostrando su virtud. De allí salieron las gargantas más sinceras y desgarradas, los sexos más audaces y las mejores voces de un siglo. Por descontado, de allí salieron también los sueños más rotos.
Y es que la calle tuvo hasta su himno de infantería, su canción sandunguera: "Calle Conde del Asaltooo.... Barrio Chino de leyendaaa....". Entre las casas de señoritas destacaba la quizá más famosa de la ciudad, La Emilia, donde hoy está el hotel Gaudí. El honesto hotel Gaudí aún conserva las escaleras, los pasillos, las habitaciones que fueron del pecado y el sueño secreto. No conserva las señoritas, que enseñaban las fotos de sus hijos a los clientes de confianza. El local fue tan digno que hasta llegaron a celebrarse en él lecturas de poesía, aunque siempre he tenido la impresión de que si los poetas estaban allí era porque sus mujeres los habían echado de casa.
Por supuesto, había también una comisaría de policía, o cuartel de las fuerzas represivas y viles. La comisaría era tan lóbrega que creo que los policías no entraban por temor a que les robasen en la escalera. Contaba con un balcón que daba a la calle; allí el inspector Méndez tenía su centro de investigaciones. Desde tan alta tribuna lo vigilaba todo, y aunque no se sabe que descubriera grandes crímenes, estaba al día de todos los cuernos del barrio. Hoy, la comisaría ha sido sustituida por un edificio aséptico y funcional, donde a Méndez no le gusta entrar porque dice que tiene hasta bidés de diseño.
De los bares antiguos y solemnes, donde cada noche el pueblo programaba la revolución social, sólo queda el London, como guardián de los viejos sueños. La entrañable Bodega Bohemia ya desapareció, pero allí, en la puerta, los sueños ya nacían rotos.
Ni el nombre de la calle es el mismo: ahora se llama, muy razonablemente Nou de la Rambla, y la flanquea un teatro que se está hundiendo, el Arnau, donde en los años del estraperlo y el hambre un coro de señoritas cantaba: "La farina està molt cara... Aquest any no menjarem"... Las señoritas estaban redonditas y tenían cara de haber comido.
Por el otro lado, flanquea la calle el Bagdad, el último local canalla, especializado en matrimonios noveles y penes que necesitan un servicio de urgencias. Los inmigrantes que ahora la pueblan no creo que sueñen ya en la gloria. Y otro revés para el paseante lleno de esperanza: antes conocías allí a una chica guapa y su padre se llamaba Pepe; hoy conoces allí a una chica guapa y su padre se llama Mohamed. Seguro que no han oído hablar de la leyenda.
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