Otras voces, nuevos públicos
El teatro colombiano es conocido en el exterior por el Festival Iberoamericano que organiza cada dos años la Fundación Teatro Nacional. En lo que concierne a lo local, por una larga tradición de más de sesenta años y el primado del teatro comprometido. Los analistas dividen la historia escénica en tres momentos: el teatro militante -emparentado con los movimientos políticos que preconizaban el cambio social-, el teatro de transición -entendido como las rupturas operadas a partir de las influencias del teatro del absurdo, las nuevas técnicas de actuación, distintos espacios a los tradicionales y los ecos sustanciales del fin del drama moderno- y las dramaturgias nacidas de las influencias del exterior y del interior que vuelven sus ojos hacia relatos más cotidianos y urbanos.
Cinco grupos estables mantienen, con gran esfuerzo, sus salas abiertas y conducen adelante un difícil proceso
El teatro puede tener un futuro promisorio pese a que la superficialidad campa hoy en la mayoría de los escenarios
Los tres momentos se funden en un proceso de renovación en la escritura teatral. Obras en las que elementos de denuncia, absurdo, textos paralelos y técnicas de actuación novedosas impulsan la creación de las piezas más representativas en las dos últimas décadas. Extraña paradoja en plena crisis del teatro: crecen las escuelas de artes escénicas, las escuelas de educación no formal, los festivales, y disminuye la calidad y el público.
Cinco grupos estables -La Candelaria, Teatro Escuela de Cali, Teatro Libre de Bogotá, Mapa Teatro y el Grupo Matacandelas de Medellín- mantienen, con gran esfuerzo, sus salas abiertas y conducen un difícil proceso no siempre apoyado por el Estado y por la sociedad. Mientras, voces jóvenes escriben para la escena. La mayoría empezaron en grupos reconocidos, otros tienen una fuerte formación académica en el exterior y uno que otro pasó de las artes narrativas al teatro.
Dos mujeres, Ana María Vallejo y Carolina Vivas, han mostrado trabajos de mucha intensidad e impacto. La primera, nacida en Medellín, se preocupa de los conflictos humanos con un fondo de violencia en obras como Juanita en traje de baño rojo, Bosque húmedo, Violeta, Pasajeras y Magnolia perdida en sueños. Ana María Vallejo contempla situaciones de un país que parece estancado entre la modernidad y la globalización, mientras que Carolina Vivas, con un tono poético amargo y desesperado, se adentra en Gallina o el otro y Segundos por los caminos de la crítica a situaciones sin caer en el lenguaje pesado de los ensayos académicos y mucho menos en la superficialidad de las denuncias.
Otros dramaturgos importantes son: José Domingo Garzón, director y dramaturgo, con su obra La procesión va por dentro -premio Nacional de Teatro- y Se necesita gente con deseos de progresar. Víctor Viviescas y sus piezas Prométeme que no llorarás, Ruleta Rusa -premio Nacional de Dramaturgia- y La técnica del hombre blanco. Sin duda un renovador es Fabio Rubiano, que produce historias urbanas bien construidas y acompañadas de un humor demoledor como Desencuentros, María es tres y Mosca. Entre los más jóvenes están Pedro Miguel Rozo y su Club suicida, y Enrique Lozano y su interesante Los extraños finales de las cosas.
A pesar del momento difícil que atraviesa, el teatro cuenta con un acumulado que, posiblemente, como hipótesis con probabilidad, se convierta en una actividad con futuro promisorio a pesar de la superficialidad que campa hoy en la mayoría de los escenarios y definidos por algunos críticos como herederos pobretones de los mediocres culebrones emitidos por la televisión.
En la escena colombiana la modernidad comienza con el montaje Soldados (1960) de Teatro La Candelaria, en el que afloran técnicas desconocidas en un teatro tomado por las comedias decadentes derivadas de los rasgos singulares de España.
La violencia vivida por el país después del Bogotazo, tiene en Guadalupe años sin cuenta (1975) una creación teatral colectiva que resume, de forma brillante, los momentos cruciales de un conflicto que extiende sus tentáculos hasta nuestros días. En la misma orientación está La agonía del difunto, del Teatro Libre de Bogotá, historia de terratenientes de la Costa Atlántica. Estas dos piezas marcaron una época y a partir de ellas los montajes asumieron un tinte político. Algunos años después, El rey Lear de William Shakespeare (1978), del Teatro Libre de Bogotá, rescató el teatro de repertorio. En otro nivel, Blacaman (1978), de Acto Latino, salvó la memoria cultural con un sistema de puesta en escena propia del carnaval.
El Teatro Escuela de Cali se interesó por la literatura colombiana y por la realidad hiriente y violenta. Con un tratamiento esperpéntico, mordaz, humor negro, metáforas regionales y sátira agresiva, lleva a escena Los papeles del infierno, del maestro Enrique Buenaventura, y un realizó un montaje paradigmático, basado en un cuento del escritor antioqueño don Tomás Carrasquilla, A la diestra de Dios Padre.
A finales de la década de los setenta y ochenta del siglo pasado, dos obras se destacan en los escenarios de las grandes ciudades colombianas, El dulce encanto de la Isla Acracia (1979), obra de títeres, del grupo Teatro la Libélula Dorada, y una pieza renovadora que puso a reflexionar a la comunidad teatral de la ciudad de Bogotá, Cali y Medellín, montada por el grupo Mapa Teatro, basada en un cuento del escritor argentino Julio Cortázar, de su libro Bestiario, el relato titulado Casa tomada (1987), dirigido e interpretado por Heidi y Rolf Adberhalden.
Los noventa dejaron como herencia teatral cinco obras y, puede decirse, es un momento estelar de la escena nacional: O marinheiro, adaptación del poeta lusitano Fernando Pessoa y dirigida de forma brillante por Cristóbal Peláez y su grupo Teatro Matacandelas, con sede en Medellín. El enano (1990), del Teatro Tierra; La siempreviva, de Teatro El Local, reconstruye la toma guerrillera del palacio de Justicia de Bogotá y sus dramáticas consecuencias. Además, El Quijote (1999), del Teatro La Candelaria.
En los últimos años se destacan El encargado (2004), obra del premio Nobel Harold Pinter y montada por el Teatro Libre de Bogotá, con ajustada dirección de Ricardo Camacho; Mosca (2002), del Teatro Petra, dirigida por Fabio Rubiano, siempre renovador y en busca de nuevas formas para introducir en sus obras, y La procesión va por dentro (2004), del proyecto teatral Pirámide, escrita y dirigida por José Domingo Garzón.
En la actualidad la escena nacional se encuentra en un proceso de decantación, con apertura de escuelas, nuevos grupos y actores con formación académica. Se espera que en próximos años la dinámica del teatro corresponda a generaciones que hasta ahora muestran interesantes hallazgos, aunque será el tiempo quien dicte sentencia sobre la calidad de sus obras. -
Gilberto Bello es crítico teatral y escritor.
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